30 septiembre, 2012

LA PARADOJA DEL CONOCIMIENTO



Max Ferguson - Tiempo

Somos humanos y, como tales, no conocemos sino una minúscula parte del todo, que es infinito. En consecuencia, lo pertinente es ser y mostrarse humilde. Pese a los formidables logros del ser humano, éste nunca debería olvidar que es el heredero extravagante de aquellos primeros microorganismos que poblaron los mares. Y, en la medida en que lo sepa y acepte, su perspectiva tendría que volverse más ajustada y real, menos presuntuosa.
Hasta aquí y ahora hemos llegado, pues, huyendo necesitadamente de la ignorancia, persuadidos de que el conocimiento nos ayuda a adaptarnos eficazmente al mundo y a la vida. Tal es, desde tiempos inmemoriales, la estrategia de progreso que sigue la Humanidad. Así es que hoy conocemos nuestros orígenes y anticipamos nuestro futuro... Y, sin embargo, el mismo conocimiento que nos redime y fortalece termina por sumirnos en las mayores incertidumbres imaginables. Esta es la paradoja evolutiva con la que ha de vivir el ser humano; un ser humano que, en nuestros días, ya no busca tanto verdades que justifiquen y den sentido a su existencia, como certezas que le sostengan y le libren del miedo, la desesperación y la derrota.
Capaz de metabolizar sus emociones, de razonar, de predecir, de postergar sus necesidades; conocedor, en fin, de sus límites inexorables, el ser humano también sabe que un día morirá y esa angustiosa conciencia, tan sombrío conocimiento, es lo que, pese a su pequeñez, le sitúa singularmente a años luz del resto de las especies animales de las que proviene. Como escribió el biólogo T. Dobzhansky: «El hombre tiene que cargar con la conciencia de la muerte. Un ser que sabe que tiene que morir surgió de aquéllos que no lo sabían.»

23 septiembre, 2012

SERVIR Y TRINCHAR

Boda aldeana - Bruegel el Viejo

Cuando elegimos y preparamos un menú especial, no debemos nunca obviar que existe un orden clásico en el servicio. Es decir: sopas o consomés, entremeses, unos entrantes o pescado, luego el plato principal (carnes) que se puede acompañar con ensalada u otra guarnición, quesos y, finalmente, la fruta y la repostería.
Tanto si el anfitrión sirve desplazándose alrededor de la mesa (poco habitual), como si demanda los platos, siempre debe servir en el sentido de las agujas del reloj, tradicionalmente comenzando a partir de la mujer que tiene más cerca de sí. Cuando sirva de pie, lo hará por la izquierda de cada comensal y luego retirará los platos por la derecha. Él es siempre el último en servirse. Pero si se opta por hacer circular la fuente en una comida informal, la circulación es a la inversa: de izquierda a derecha, para permitir que todos reciban la comida por su izquierda.
Pero ser un buen anfitrión no sólo se demuestra con la amabilidad y las gentilezas manifiestas en el trato con los invitados. Uno de los trabajos más duros y peligrosos que debe realizar es el de trinchar y trocear las aves o los redondos de ternera. Para hacerlo en la mesa y frente a los comensales, es necesaria una ligera dosis de valor, además de experiencia, un conocimiento moderado de la anatomía del animal a trinchar y fortuna para no salpicar a nadie con la salsa en un descuido. Tampoco hay que olvidar disponer de un pincho fuerte, un cuchillo bien afilado, tijeras de trinchado, espacio suficiente para maniobrar y la fuerza y seguridad que exige la situación. En fin, que trinchar es un arte.
Los pollos, patos y demás aves se separan por sus articulaciones: primero las alas, luego los muslos y finalmente se divide la pechuga con las tijeras. El redondo de ternera se corta en medallones, de un grosor medio, mientras que las paletillas y las piernas de lechal se rebanan en lonchas no muy gruesas, utilizando un corte oblicuo hasta encontrar el hueso.
Pero, para trinchar sin sobresaltos, lo recomendable es hacerlo en la cocina, donde el saberse solo ayuda a evitar esos posibles errores que, de hacerlo frente a los invitados, como en la televisión en directo, serían irremediables. Una vez cortada la comida, nos serviremos de una bandeja para acercarla a la mesa. Y un último detalle de estilo: nunca se deben llevar los platos ya servidos desde la cocina, salvo que se trate de pequeñas cazuelas, que lleguen al comensal en el mismo recipiente en que pasaron por el horno.

16 septiembre, 2012

DE DOS COSAS ME ARREPIENTO

Kelly y los puntos rojos - Downey

De dos cosas me arrepiento en la vida: de haberme casado... y de haberme separado. Sí; y esta conclusión, que a primera vista parece tan paradójica, me está matando. Lo cierto es que me casé demasiado joven, creyendo que el amor me haría entrar en el mundo y en la vida, y dejar atrás para siempre aquel oscuro y enfermizo lugar de desencuentros que fue mi familia. Pero, por más que le eché ilusión y empeño, casada no conseguí algo muy diferente de lo que había tenido hasta entonces. El balance: veintiséis años cohabitando con un ser desatento, grosero y egoísta, que nada tenía que ver con el chico alegre y divertido que me llevó al altar. Veintiséis años, grises a más no poder, que por poco me sepultan en vida. Así que, en cuanto mi hija se emancipó, por segunda vez en mi descorazonada existencia quise entrar en el mundo y en la vida, le eché valor, me divorcié... Y ahí, nuevamente, caí con todo el equipo.
Porque estoy sola, vacía y desorientada. A día de hoy, confieso no tener un proyecto de vida y sí, en cambio, sendas cajitas de Tofranil y Diaceplex en mi mesilla. Y lo que más me revienta y me deprime es pensar que tal vez debí haber aguantado con él. Mis amigas lo hacen, esto de aguantar; dicen que es sencillamente práctico y que en el mercado, a estas alturas, no quedan más que restos y saldos de dudoso provecho; que es complicadísimo encontrar un hombre que no termine por repetir lo mismo que el que tienen en casa lleva haciendo durante años. Vamos, que, visto el panorama, ¿para qué tomarse la molestia de cambiar...? Eso dicen. Mira, que quedo poco con ellas, pero cada vez que sale el tema, y sale casi siempre, me terminan grapando al suelo. O lo hago yo sola, que ya no sé si estoy en una racha mala o si esta depresión la traigo de serie... y, todavía, mi ex tiene razón, cuando dice que llevo la infelicidad en el ADN, porque me crie en ese “oscuro y enfermizo lugar de desencuentros que siempre fue mi familia”. ¿Y si fuera cierto? ¡Pues vaya una mierda! Después de todo, recapitulo y ¿qué tengo? Una hija a cien kilómetros, las amigas, y, bueno, este diario; porque lo que es mi psiquiatra... Ella también está divorciada. Su marido se le fue con otra mucho más joven y, desde aquello, ha cambiado varias veces de pareja, se ha hecho por lo menos los labios y los pómulos, viste como una Barbie, y eso que tendrá mi edad, y me pega que tiene una buena crisis, no sé si de identidad o de qué, pero aún más gorda que la mía.
Total, que veo que no avanzo en ningún sentido. Y que este es el emocionante resumen de mi vida. A lo mejor, lo que nunca tenía que haber hecho es casarme o soñar tanto... ¡yo, que tantas ilusiones me hacía! Pero, si no hubiera soñado siquiera o no hubiese salido de la casa de mis padres, entonces, es que no quiero ni pensarlo... ¿Qué habría sido de mí?

09 septiembre, 2012

AGOSTOS

La sala - Balthus

Difícilmente se olvidan esos veranos de sol y playa en los que el sol y la playa terminan ocupando un espacio circunstancial, porque arrastrado por la lectura uno se sabe lejos de todo, en un lugar ignoto, en otro tiempo. Dos de los mejores agostos que recuerdo los pasé casi íntegramente en París y en Dublín. El primero de ellos se dilataría durante más de treinta años, en la Francia de la primera mitad del XIX, mientras que mi veranillo dublinés duró exactamente un día: el 16 de junio de 1906. La fortuna de que respectivamente eligiera entrar de lleno en Los Miserables y el Ulises, mantiene viva mi evocación de aquellas canículas al borde del Mediterráneo. Agostos de sueño escaso y tiempo robado al tiempo; días de luz y calor en los que ensayaba coartadas con que aislarme del resto del universo y me escondía feliz y misántropo en cualquier rincón, para leer y gozar como un viajero estático, intrigado y absorto, enfermo hasta el tuétano de la más hermosa literatura.

02 septiembre, 2012

APRENDER A CALLAR

Captive - Klee

Parece tan probada la inconveniencia de hablar sin ton ni son como la de hacerlo con las tripas, máxime cuando la mera discusión termina por revolvérnoslas. Pensemos las veces en que nos han liado con polémicas maliciosas, en las que no teníamos ninguna gana de participar, y en las que, sin embargo, hemos terminado enredándonos de un modo mostrenco, para salir mal parados. Aunque sólo sea por prevenir venideras, el asunto tal vez merezca una breve reflexión en clave de mejora personal. Y entonces uno podría preguntarse: ¿sé cuándo debo hablar y cuándo callar?
Bien porque nos invaden pensamientos beligerantes, porque sentimos la absurda necesidad de demostrar que tenemos una opinión formada sobre cualquier tema o porque, sencillamente, queremos que se nos escuche, tendemos a hablar más de lo conveniente, como si lo realmente agotador fuera permanecer en silencio. Sin embargo, hablar no siempre reporta consecuencias placenteras y, en ocasiones, el saber callar se revela como una habilidad adaptativa de indudable profundidad y trascendencia, entre otros motivos porque, como decía Jerzy Lec, para hacerse oír, a veces hay que cerrar la boca.
Lo cierto es que aprender a hablar resulta insultantemente sencillo para la mayoría de los mortales, mientras que nos puede llevar lustros aprender a callar, principalmente porque existe la creencia generalizada de que, en el juego dialéctico de la discusión, sabe, vence o convence aquél que pronuncia la última palabra. Lo cual no es sino una soberana tontería: Antes bien, el hecho de callar introduce una acción inteligente que puede desorientar al contrario (a veces basta con que nos reservemos nuestro parecer) y que con frecuencia contribuye a evitar daños innecesarios para uno mismo y, en general, para los contendientes. Manejar adecuadamente los silencios no sólo va a librar de soltar más de una estupidez (a Wim Wenders siempre le llamaba la atención que alguien hablara de cosas de las que entendía) sino que, además, sirve para atajar posibles disputas, desactivando la violencia implícita en el enfrentamiento y otorgando a quien calla una íntima satisfacción, en detrimento de la que perseguía obtener quien le provoca. No sé si, como escribió el historiador Curcio, los ríos más profundos son siempre los más silenciosos, pero no encuentro argumentos para contradecirle. Como sea, para desarrollar la saludable habilidad de callar sólo se requiere una cierta inteligencia ejecutiva, al alcance de todo aquél que, estando convencido de su valor, se entrene adecuadamente.
En lo que más de cerca me toca, con los años y el necesario ejercicio, he aprendido a callar cuando considero que vencer la tentación de seguir hablando favorece mi salud o mis intereses. Por esto, garantizo personalmente los beneficios de un silencio calzado a tiempo; y si lo afirmo es porque presumo de que, al menos esto de cerrar el pico, lo hago bien... O sea, muy bien.
 
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