29 junio, 2007

KLEE

El Pez de Oro

Me gusta la pintura, leo sobre pintura y, siempre que puedo, visito museos y exposiciones. Incluso he comprado algún óleo, de esos no prohibitivos que por suerte están a mi alcance. No soy un crítico y me guío básicamente por sensaciones. Los cuadros que me gustan son como esos amores a primera vista; los guardo en la retina, los memorizo con el sentimiento, absorbo de ellos cuanto puedo, los llevo conmigo… Algo así me pasa con determinados pintores: De Durero a Millet, de Monet a Klimt, Chagall, Kandinsky, Sorolla, Magritte, Hopper, Agustín Úbeda... o Paul Klee. Podría haber tomado cuatro notas en Internet, a propósito de este último, porque es uno de mis preferidos. Pero he optado por seleccionar algo de lo que hizo, pensando que dice más una mirada a uno de sus cuadros que cuanto yo intente copiar aquí.

Pirámides de Agua

Si recuerdo hoy a esta figura del arte abstracto que fue Klee y le acerco a mi página, de un modo especial, es porque murió en Locarno (Suiza), tal día como hoy: un 29 de junio de 1940.

Los Arcos del Puente

21 junio, 2007

EL CAMBIO QUE NO CESA

Cielo - Iman Maleki

Cambios, cambios y más cambios. Antes teníamos un trabajo, un amor, una vida; sin embargo, ahora tenemos muchos trabajos, muchos amores y hasta muchas vidas, algunas incluso paralelas. Vivimos instalados en el cambio y, colateralmente, en el riesgo, pues cada vez es mayor la imprevisibilidad de todo... y también nuestra fragilidad ante todo. Somos más vulnerables. En medio de las profundas convulsiones a que asistimos, dos amigos que hace tiempo no se vieran podrían, perfectamente, preguntarse: ¿Aún trabajas en el mismo sitio? ¿Todavía sigues casado?
Leí ayer que en el Reino Unido el 50% de las casas han suprimido la mesa del comedor, y recordé a Bertrand Russell diciendo que él, a los nueve años, interrumpió su educación para ir a la escuela. La familia, hasta hace tres décadas era fundamental... y admito lo absurdo de evocar algo que difícilmente va a volver, pero, aún así, creo que es importante saber de dónde se viene, para decidir hacia dónde se quiere ir.
Como sea, esta es una sociedad cada vez más individualizada, en la que uno pierde progresivamente sus contactos y sus vínculos. Si el eje clásico de la desigualdad antes era vertical (los de arriba y los de abajo), ahora existe otro esquema axial: los de dentro y los de fuera; o sea: excluidos y no, solos y acompañados. Ha ido dejando de existir el ciudadano estándar y hoy en día cada quien se representa a sí mismo: un tipo único en su especie, que acarrea una mochila bien diferente a la de otros... y bastante compleja, por cierto. Porque es que además vivimos en la época de la diversidad, un valor que está pillando a los tecnócratas con el paso cambiado. La Administración, por ejemplo, con su pesada y lenta maquinaria burocrática asiste perpleja a tanto cambio, pues en sus genes está la idea de que todos los ciudadanos responden a un prototipo y que, en este sentido, son, y somos, casi iguales. Concebida para atender categorías, se las ve y se las desea para atender a personas, a casos concretos, e intenta convertir los problemas de la gente en algo aceptable para el sistema. No tiene compasión con el usuario, cuando se presenta en una ventanilla:
—Yo tengo un problema.
—Está bien. Tráigame los papeles.
En consecuencia, parece que es necesario dar una nueva respuesta a las nuevas necesidades. Y la diversidad ha de ser abordada transversalmente, por gente que trabaja junta, para resolver los problemas de un modo integral. Las políticas sociales tienen que recobrar su visibilidad. El bienestar de la ciudadanía no es un elemento abstracto sino algo concreto, del día a día, que implica la descentralización y la atención personal, la proximidad. Abordar un caso conlleva romper con la lógica de la derivación y ponerse a trabajar en red, sobre la base a una interdependencia estructural y horizontal (no jerárquica). A los cambios, en fin, hemos de responder con cambios. Por esto, la audacia tal vez deba de ser un nuevo valor en alza. De lo contrario, probablemente, estamos apañados.

16 junio, 2007

JOYCE

El jueves 16 de junio de 1904 sería inmortalizado por James Joyce, a través del Ulises, aquel extraordinario meteorito que le cayó al planeta novelístico en 1922.
Confieso que fue cien años después de aquel día, en verano de 2004, cuando en un arrebato de pundonor me enfrenté por quinta vez a la tarea de leer esta obra maestra. No sé qué me pudo haber sucedido en las cuatro anteriores ocasiones, en las que no pasé de las ochenta primeras páginas; es probable que aún no estuviera preparado para gozar de su lectura. Pero entonces lo conseguí, con enorme agrado. Con ser difícil, lo que puedo garantizar a quien se acerque al Ulises es que la excelencia en el manejo de la técnica narrativa de Joyce, el modo en que usa el fluir interior de la conciencia y su virtuosidad verbal, no le dejarán indiferente. Dicen que Joyce se inspiró en La Odisea de Homero. Lo cierto es que el Ulises viene a ser también un viaje: el que el judío irlandés Leopold Bloom emprende en Dublín, a lo largo de un solo día cuyo clímax llega en el momento en que se encuentra con el estudiante Stephen Dedalus. El fondo argumental de la novela gira en torno a la búsqueda simbólica de un hijo por parte del propio Bloom y a la conciencia emergente de Dedalus, entusiasmado por dedicarse a la escritura.
Como pequeña muestra, el comienzo del Capítulo II del Ulises:

«El señor Leopold Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la espesa sopa de menudos, las ricas mollejas que saben a nuez, un corazón relleno asado, lonchas de hígado fritas con raspaduras de pan, ovas de bacalao bien doradas. Sobre todo le gustaban los riñones de carnero a la parrilla, que dejaban en su paladar un rastro a sabor de orina ligeramente perfumada.»

04 junio, 2007

CON EL CORAZÓN

Figuras - Montserrat Gudiol

Al contestar un correo, observaba ayer la cantidad de encajes que nuestro idioma nos permite hacer con el corazón. Se lo debemos lógicamente a ese latín, moribundo en las aulas de algunos institutos y universidades, que nos ha nutrido durante siglos como una buena madre, hasta que nos fuimos haciendo lo suficientemente mayores como para correr por nuestra cuenta.
Ilustra lo que comento (pues cor-coris es la raíz de la palabra corazón), el que despidamos los escritos con «un cordial saludo», que es un entrañable modo de llegar al otro. Lo mismo sucede cuando decimos a alguien «te recuerdo», ya que, sin saberlo (al re-cordare), estamos pasando a ese alguien nuevamente por nuestro infatigable corazón. O, también, cuando discrepan unos cualesquiera y se oyen sus «discordantes» voces.
Acordar
, incordiar, coraje, concordancia, cordíaco o cardíaco y sus derivados, cuerdo, etc., son sólo una parte de los casos que indefectiblemente nos remiten al corazón cuando hablamos. Un viejo atavismo que deriva de las tinieblas científicas de unos tiempos en los que se reverenciaba la primacía absoluta del corazón sobre los demás órganos, y así lo trasladaba el lenguaje.
Dicho lo cual, me permito una recomendación: A quienes tengan cierto entusiasmo cirujano por satisfacer su curiosidad, hendiendo la epidermis de nuestra lengua para conocer algo mejor sus entrañas, el «Breve Diccionario Etimológico de la Lengua Castellana», de Corominas, es un excelente escalpelo.
 
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