24 febrero, 2008

LAS AFUERAS - Gil de Biedma

Paisaje - Benjamín Palencia

«Casi me alegra
saber que ningún camino
pudo escaparse nunca.
Visibles y lejanas
permanecen intactas las afueras.»

Las personas del verbo, Jaime Gil de Biedma.

10 febrero, 2008

DOSTOIEVSKI

La roja ribera - Kirschner

No sé qué poderosa atracción tendrían algunos de aquellos libros para mí, cuando me subí en el sofá del cuarto de estar de mi antigua y querida casa, para acceder al estante en el que moraban y alcanzar uno entre ellos. Quizá, de éste, el precioso lomo granate, que destacaba entre otras decenas de volúmenes, con sus nervios horizontales y, entre ellos, los hermosos tejuelos con letras doradas en los que uno leía: Las diez mejores novelas rusas. El canto de aquel grueso tomo, conformado por finísimas hojas, estaba igualmente bruñido como el oro y a mí me parecía de una extraordinaria factura, algo realmente delicado y bello. Entonces era un chiquillo que peinaba raya a un lado, no creo que tuviera cumplidos los trece años, y los libros de aquella sala pertenecían a mi padre, muy celoso de las lecturas que convenían o no a sus siete hijos, entre los cuales soy el mayor.
Yo era un mocete formal y respetuoso, pero sé que un día, como digo, definitivamente tentado por la curiosidad, consumé la profanación: Cogí nervioso aquel libro y, abriendo al azar una de sus incontables páginas, comencé a leerlo... Qué sucedió, entonces, para que su minúscula letra me atrapara y me aislara del mundo exterior, es algo que no sabría explicar. Tal vez tuvo que ver la emoción que me reportaba semejante transgresión, la desobediencia de hojear un libro en principio prohibido. Me pregunto si sería también el haber abierto aquel compendio en el principio de las páginas de una obra que decía ni más ni menos que Crimen y Castigo... ¡Crimen y castigo! ¿No era acaso una falta lo que yo perpetraba, y un correctivo lo que merecería por ello? ¿Valía la pena arriesgarse? Recuerdo el sobresalto que me propinó la llegada de mi padre a casa, aquella primera vez que furtivamente llegué a leer apenas unas páginas. A partir de entonces fui buscando los contadísimos momentos en que me hallaba solo, para seguir con la cautivadora lectura, hasta que, con tremenda paciencia y un permanente añadido de inquietud y placer en cada acometida, conseguí terminarla. Nadie se enteró de mi secreto; eso creo... Luego, bastantes años después, compré para mí Crimen y Castigo y volví a penetrar con inquietud en los dilemas morales de Rodya Raskólnikov, el joven estudiante que llevado por sus apuros económicos termina asesinando a una vieja prestamista para hurtarle el dinero con que retomar sus estudios, y se ve forzado a nuevamente a matar... Pero, llegado aquí, creo que no debería contar más detalles, ¿cierto?
Hoy, cuando hace 127 años de la muerte de Fiodor Dostoievsky, he querido que este recuerdo de mi infancia sea un sencillo tributo rendido a su memoria.

03 febrero, 2008

EL ESPEJO

Characters in an alley - Daussy

Se volvió, miró tras de sí en la noche, pero no vio a nadie. Había algo de irreal a su alrededor y, encogido, las manos en los bolsillos del pantalón, avivó el paso. Al andar, sólo su sombra parecía habitarle, tornadiza y fugitiva, a capricho de las farolas de aquella extraña calle. Esperaba ser abordado, arremetido por alguna inspiración; tenía ese presentimiento borbotando inquieto en su cerebro. Llegaría a algún desconocido lugar, no importaba adónde, tal vez a un barrio a medio urbanizar del extrarradio... Estaba intranquilo: Necesitaba arrancarse del alma un molesto desasosiego; de ese alma que le acuciaba el paso, reclamándole a gritos un espejo... Y tornó a volverse, expectante, temeroso de que algo repentinamente aconteciera.
Con esta sensación vagó en la oscuridad y en el tiempo, como quien circunvala una paradoja, para llegar maquinalmente a su destino, sin saber interpretar el sentido del irónico derrotero que lo había guiado, precisamente, hasta su propia casa. Pero ahí estaba, era curioso; ahí, tomando una llave equivocada, atropellándose con los dedos para abrir el portal, subiendo a pie las escaleras; ahí, escuchando el eco abandonado por cada uno de sus pasos, hasta que ganó el descansillo, franqueó la puerta del piso y fue directamente a apoyarse en la mesa de la cocina. La cazadora a un lado, tenía, sí, papel, un bolígrafo a mano y la sensación de haber tramitado desde el principio de los tiempos este tipo de situaciones en las que algo le impulsa a uno a escribir. Pero a escribir qué... Tal vez cualquier cosa; al menos cualquier cosa que no terminara en la papelera, hecha un puñado de papelitos. Eso pensaba. Se sentó, necesitado de tener un nombre, sólo un nombre, un nombre propio. Entonces garrapateó unas líneas y comenzó a sobrarle la ropa, la ropa como una onerosa carga, hasta que se la sacó de encima, permaneciendo desnudo y aturdido, vagamente ensimismado. Los pies sobre el frío azulejo, tenía fervores en la frente, y se sintió tomado por una deliberada improvisación que parecía quebrar su aliento, cuando volvió a escribir y lo hizo nueva y repetidamente para hablar de sí... Sí, sólo, siempre de sí: De cómo había estado vagando y miraba hacia atrás en la noche, sin ver a nadie. De que sólo halló su sombra, habitándole, tornadiza y fugitiva, a capricho de las farolas de una extraña calle. De que esperó ser abordado, arremetido por alguna inspiración; de que tuvo ese presentimiento borbotando inquieto y pertinaz en su cerebro...
Y de ese molesto y eternal desasosiego, que le era como un obstinado rumor, y de ese alma que le acuciaba el paso al andar, una vez más, reclamándole a gritos un espejo...

 
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