28 junio, 2009

SUCEDE

Alfombra del recuerdo - Klee

Sucede que no sé de qué manera te hallé; que no sitúo el momento en que me adiviné en tus ojos, sojuzgado por el verde intenso y profundo que tu mirada regala. Ignoro qué insólito augurio me condujo a ti, cuándo noté que algo germinaba del envite quizá deliberado en el que nos rozábamos al paso, en aquel primer encuentro, bajo una acuarela atardecida de arrabales en construcción. Como no concreto en qué ulterior pasaje me sentí deliciosamente acorralado por la certeza de terminar rendido al anhelo de abrazarte, respirando el deseo sabiamente enredado en tu pelo. Ni sé de qué modo llegué hasta tu puerta, ni cómo me vi recorriendo las calles estrechas de tus aledaños, por entre casas de geometrías elementales y paredes desconchadas, y travesías de olores acres y extranjeros que entretejen esa almendra inmemorial de la vieja ciudad... No sé qué sucedió tampoco cuando, ya en tu estancia, te emboscabas tras el humo azul de un cigarrillo y advertías mi desconcierto, mientras yo me guarecía en la conversación y, sin embargo, no dejaba de pensar: Dímelo tú, por favor, si es que lo sabes: dime qué estoy haciendo aquí, contigo...
Fue entonces, como si hubieras sentido mi pensamiento, cuando me tentaron tus labios... y, desde aquel imprevisto teorema carnal que me cortó el aliento, hasta recorrer tu espalda aspirando el olor de cada poro entreabierto, sólo medió el fulgor de un instante desvaneciéndose entre las estrellas del crepúsculo. Y fue bajo ellas cuando perdiste la urgencia y te desnudaste amazona, para cabalgarme hasta arribar a las arenas blancas donde el deseo debutaba entre nosotros, con la serena mansedumbre de un mar rumoroso y calmo, de olas que mecían en cada leve embate cien siglos de aprendida entrega...
Y bajó renuente la marea y, aún trenzada en mí, musitaste: No te dejaré marchar, en tanto tu mano trémula me caminaba sobre el lecho penumbroso de tu alcoba, por cuyas paredes peregrinaron sombras de extraños y pretéritos amantes, a los que dábamos réplica en aquel momento e imposiblemente por siempre... Y, ya en la calle anochecida de tu ciudadela, todavía me dirías con un mohín juguetón y la voz dulcemente rendida: No quiero que te vayas, mientras algo de mí se demoraba complacido en permanecer a tu lado, en rodearte y apretujarte contra mi pecho, abandonado al registro amante e intuitivo de tus ojos; de esos, otra vez, eternos tus ojos.
Por todo cuanto allí fue, he vagado entre anocheceres de callejas medievales, por si la azarosa provocación de mi deseo fraguase en ti el impulso de asomarte al mirador de tu estancia, durante los segundos precisos en que yo bajo él pasara. Y, sábelo, que sucede; que también ahora invento y recorro en la oscuridad ese tramo tuyo del Casco Viejo, suspendido de la esperanza impostergable de ver tu luz todavía encendida y llamar a tu puerta y abrazarte pleno y emboscarme entre tu cuello y tu pelo y apenas ser nada más...
Cuando ya me derrota el cansancio, me pregunto aún sorprendido si acaso te estuve buscando desde bien antes sin saberlo. Tal vez persiguiendo una respuesta, mi mano se obstina en borronear este papel, ávida por apurar un último intento de retenerte junto a mi sueño; y, quizá por lo mismo, pido al tiempo que se remanse y que sean ascuas, y no llamas, las que me den el calor que preciso para acercarme cómplice hasta ti, en la sosegada orilla de este inesperado encuentro, y para poder compartir contigo cuanto en ella fluye y sedimenta. Porque, te repito, no consigo saber de qué manera te hallé... Pero lo hice.
Apago ahora la luz de mi mesilla, me acurruco entre las sábanas tibias y, dulcemente aturdido, entorno los ojos. Después de todo, sólo acierto a interpretar de este arrullador silencio que, aún sin tenerte, ya no sé tampoco... si no te quiero perder.

21 junio, 2009

LOS JUSTOS - Borges

«Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire. El que agradece que en la tierra haya música. El que descubre con placer una etimología. Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez. El ceramista que premedita un color y una forma. Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada. Una mujer y un hombre que leen los tercetos finales de cierto canto. El que acaricia a un animal dormido. El que justifica o quiere justificar el mal que le han hecho. El que agradece que en la tierra haya Stevenson. El que prefiere que los otros tengan razón. Estas personas, que se ignoran, están salvando el mundo

14 junio, 2009

QUÍMICA TRISTEZA

Aaron - Basquiat

Desde que Carla se fue de casa, Jorge experimenta con frecuencia una punzante sensación de desamparo. Pretende ahuyentarla de sí vagando por la ciudad, demorando la diaria vuelta al piso que se le hace grande, penumbroso y tristemente vacío. Caminando por la Gran Vía, se ha detenido ocioso ante el escaparate de una moderna vinatería. Miraba las botellas del expositor, cuando ha reparado en la mujer que se disponía a pagar en la caja... «¡Alicia!» Al reconocerla, a través de la vidriera del establecimiento, Jorge se ha azorado intensamente, asaltado por un recuerdo que hubiera deseado haber barrido de su memoria. Uno de esos incómodos pasajes que caricaturizan la propia biografía; una mueca sardónica que su pasado le hace sobre la marcha. Lo cierto es que a Jorge la visión de Alicia le ha mordido el estómago, porque guarda la impronta emocional del encuentro que mantuvo con ella, de las tres horas escasas en que compartieron poco más que una cama, de la primera y única vez que yacieron juntos. Días después de aquello, hará diez o doce años, dejaron de verse.
Y no puede evitar, de golpe, rememorarlo. Pero, ¿qué era para él entonces una relación de pareja, el mismo sexo? Un desafío... y una servidumbre. Él, el siempre dispuesto, el hombre, el cazador, el experimentado, el competente. ¿Qué quería demostrar en sus acometidas?, ¿y a quién? Jorge ignoraba lo difícil que le resultaba ver más allá de sí mismo y de sus ínfulas de conquistador, abandonarse a la exploración sensorial; y no fue diferente cuando estuvo con Alicia. Quiso poseerla, secuestrado por la exagerada urgencia de su propio cuerpo, con un furor mostrenco que ella padeció ajena y despegada, inmóvil, con una abnegada pesadumbre fisiológica. Todo resultó brusco y rápido, desmedido. Sencillamente sucedió que terminaron estirados el uno junto al otro, él aplacado y exhausto, ella ausente, a un mundo de silencio y de distancia. No hablaron, dejaron que el mutismo se espesara entre ambos como una densa niebla. Y fue así como, antes de encontrarse, ya se habían perdido sin remisión.
Ahora Jorge no soporta el gusto acre de aquel recuerdo y se ha apartado del escaparate. No le agrada la idea de que ella se vuelva y le pueda reconocer. Evita incluso verse reflejado en el cristal de la tienda, convertido en una parodia de sí mismo, portador de esa calcomanía sellada indeleblemente en su historia. Comienza a caminar y se le añade prieta una nueva sensación de desamparo: Piensa en Carla que se fue de casa, recrea la repentina imagen de Alicia y deambula maquinalmente, con una mordiente y química tristeza, entre la mucha gente de ojos vacuos y aburridos que puebla la Gran Vía. Demora la diaria vuelta al piso que se le hace grande, penumbroso y tristemente vacío.
 
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