25 septiembre, 2011

ORGULLOSOS DE SER

Toro - Besner

Vivo en un pequeño País del que mucha gente se siente singularmente orgullosa de formar parte. Un sentimiento, por cierto, que parece estar bastante extendido igualmente por otros pueblos y latitudes. La pertenencia a una comunidad cobra visos de credencial y uno termina sacando pecho, cuando cruza la más estúpida de las fronteras y presenta sus señas de identidad al otro lado. «Yo es que, ¿sabes?, soy vasco». Pongamos por caso. Claro que digo esto y, a la vez, confieso que nunca he tenido la ocasión de comprobar el paralelismo del asunto, cuando el que se presenta en tierra extraña es un eritreo o un ciudadano de Laos; y como desconozco los sentimientos patrios de estos individuos de tercera división, huiré de la tentación de generalizar la cosa. Pero aquí sí, aquí prevalece el orgullo de ser de esta hermosa tierra... algo a lo que se accede, permítaseme la tontería de recordarlo, por el simple y puro azar de que a uno le paren sin previo aviso y punto. Y aparte.
Viene esto a que, desde hace siglos, asisto a conversaciones en las que se hace visible este modo de sentirse. Ser-de-aquí parece conferir al oriundo algo más que una identidad: un modo de ser y hacer, un cachet, cierto pedigrí. Personalmente, lo confieso, estoy más que contento de ser de donde soy. Entre otras cosas porque, calculadora en mano, las probabilidades que tenía de haber sido una niña asiática iniciada en la prostitución y con porrada de boletos para terminar con un VIH eran muy, pero muy, superiores... Ahora bien, tuve suerte y, ya lo digo, estoy encantado de los nervios. O sea, feliz. Pero no podría jactarme de ello. Porque también siempre he puesto en duda el mérito que uno se puede arrogar para sí, por el hecho de haber nacido en tal o cual terruño. Lo digo porque comprendo que uno se sienta orgulloso tras alcanzar algo por lo que se ha batido el cobre. Pero eso de llegar a la vida acá, allá o acullá no veo yo que merite. De modo que ser vasco, asturiano, franchute o letón está bien. Pero no mejor que sirio, groenlandés o costarricense.
Nadie con un mínimo de sensatez puede negar el valor de lo identitario; ni tampoco el hecho de que la pertenencia a un pueblo o comunidad, al menos para un occidental, suele ser un feliz pasaporte cultural y emocional que nos respalda a la hora de movernos por el mundo. Pero, lamentablemente, en demasiadas ocasiones defendemos lo nuestro recurriendo a la comparación, y rara vez nos aupamos como pueblo sin hacer quebranto del vecino. Y el orgullo-de-ser, que de ahí se deriva, me parece necio y profundamente injusto. Sobre todo cuando ese ser marca la diferencia con el que no es como nosotros... y sutilmente se instaura en nuestras vidas como la esencial y más oscura y peligrosa de todas las exclusiones.

18 septiembre, 2011

EL PRINCIPITO - Saint-Exupèry

La puesta de sol - Saint-Exupèry

Ah, principito, ¡cómo he ido comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante mucho tiempo tu única distracción fue la suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto día, cuando me dijiste:
—Me gustan mucho las puestas de sol; vamos a ver una...
—Tendremos que esperar.
—¿Esperar a qué?
—A que el sol se ponga.
Pareciste muy sorprendido, primero, y después te reíste de ti mismo. Y dijiste:
—Siempre me creo que estoy en mi tierra.
En efecto, como todo el mundo sabe, cuando es mediodía en Estados Unidos, en Francia se está poniendo el sol. Sería suficiente poder trasladarse a Francia en un minuto para asistir a una puesta de sol, pero desgraciadamente Francia está demasiado lejos. En cambio, sobre tu pequeño planeta te bastaba arrastrar la silla algunos pasos para presenciar el crepúsculo cada vez que lo deseabas.
—¡Un día vi ponerse el sol cuarenta y tres veces!
Y un poco más tarde añadiste:
—¿Sabes? Cuando uno está verdaderamente triste, le gusta ver las puestas de sol.
—El día que la viste cuarenta y tres veces estabas muy triste, ¿verdad?
Pero el principito no respondió.

11 septiembre, 2011

TU PECHO

Neuma - Valls

Declina el día en sus últimos fulgores, un cielo deshilachado de naranjas y violetas irisaciones que observo tras la ventana abierta, tendido junto a ti. Embelesado por esta luz postrimera, que se rinde bella y fatigada al final de la tarde, abandono mi cabeza en tu pecho y, mecido por la mansa marea de tu respiración, el embate de cada ola es un arrullo que me inunda de quietud... Contemplo la luminiscencia del atardecer y pienso que amo tu pecho; que lo amo como se ama el amor tangible, el cuerpo que uno abraza; pero también como se aman las ausencias, un feliz recuerdo, los amores fallecidos y lo más sagrado. Sí, amo tu pecho y gozo de este augurio de penumbra que se cierne morosamente sobre nosotros, mientras escucho la letanía de tu corazón, rubricando el tránsito de los segundos que disfruto a tu lado. Dulce embriaguez vespertina, plácido sopor; tu pecho... Tu pecho abriga la armonía que aderezan todos los mares del deseo, mientras yo busco interpretar la adorable composición que el contacto físico va relatando en silencio. Mares rumorosos en los que me sumerge la cadencia sensual de tu respiración y esta luminosidad moribunda de la tarde, que me absorbe y me invita a desertar del mundo... igual que deserta la luz hacia el crepúsculo, hasta morir en él.
Ha aparecido la luna, como por ensalmo, casi llena, cada vez más nítida y viva. Y, mirándola, siento que existe un orden natural en cuanto nos rodea. Entonces pienso en decírtelo, pero luego callo y consiento que mi amor por ti se solvente en este instante de desmemorias, en que permanezco dulcemente embaucado por el calor que tu pecho desprende... Observo cómo se nos hace la noche y la luna se perfila en esa ventana de septiembre que atardece en mis ojos, y, cuando los cierro, me digo que la luna es también un amor, y que la luna fulgura y es sublime, y que la luna definitivamente eres tú, resplandeciendo omnipresente aquí, ahí fuera y dondequiera que tu imagen se refleje.

04 septiembre, 2011

RECOMENCEMOS

Huertos con amapolas - P. Monteagudo

Recomencemos. Emprendamos la marcha serenamente confiados, con la idea de asumir lo que somos, de apropiarnos del personaje que cada quien de nosotros encarna, de la identidad que a uno le confiere llevar el nombre que le representa. Recomencemos sin mayor dilación, a sabiendas de que lo que importa es el camino que hacemos y de que no hay en él urgencia que no pueda ser postergada.
Y retomemos nuestros compromisos, persuadidos de que casi todo es mejorable, y muy en particular lo que de más cerca nos concierne. Renovemos cada jornada humanizando lo cotidiano, desde la conciencia de apostar por la vida, de combatir creativamente las actitudes intolerantes y de acometer tareas que no llegarán a cambiar el mundo, pero que, por convicción, sabemos que hemos de hacer.
Y recomencemos portando por toda munición nuestros principios: esas vértebras que dan consistencia al modo en que nos mantenemos en pie, dotan de cohesión a nuestros átomos y nos permiten mirar cuanto nos rodea con una relativa profundidad, con humilde sabiduría.
Y caminemos livianos, con un sereno desapego por lo perecedero y un vivo interés por interpretar lo que sucede, pues hay algo nuevo y sorprendente en cuanto ocurre que es preciso rescatar, y ese algo siempre acontece por primera vez en nuestra vida.
Y avancemos despiertos, como si viajáramos siempre de ida, porque vivir sabe a curiosidad, a revelación; y apreciemos cada momento en su integridad con todos los sentidos, incorporándolo al respirar, haciéndolo parte de quien cada uno de nosotros somos, de nuestra propia e íntima experiencia...
Como si fuera ésta la primera vez, nuevamente, hoy y siempre, con todo el ánimo: ¡Recomencemos!
 
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