25 noviembre, 2012

PEQUEÑOS E ÍNTIMOS PLACERES



                                                                                          Bal du moulin - Renoir

Hoy es un día apacible de noviembre y estoy, al ordenador, en mi estudio. El tibio sol de primera hora de la tarde lamina oblicuamente sus rayos sobre el parquet, mientras percibo una cierta mística en cuanto me rodea, ese leve flotar de las notas de otoño, y de fondo suena el piano de Einaudi. Algo me dice que el momento es completo, que nada sobra; y que, más allá de cuanto ahora siento, no hay gran cosa que buscar.
Pienso que cuanto nos rodea contribuye a crearnos la conciencia de lo que somos, y tal vez por eso celebro la importancia de saberme bien aquí, donde estoy, con lo que hago y tengo. Cosa de extraer el encanto que guardan las cuestiones prácticas de la intendencia diaria, rutinas entre cuyos pliegues uno descubre los pequeños e íntimos placeres que arropan el trajinar de sus días. Y, porque sé que están ahí, hablo de ellos. Así sucede que cada vez que, con un gesto impremeditado, provoco una sonrisa en la persona con quien me cruzo me siento bien. Como bien me siento cuando cedo el paso con el carro de la compra en el supermercado y recibo un breve reconocimiento de labios juntos y ligera inclinación de la cabeza. O si salgo de buena mañana por el parque, alguien pasea con su perro y nos damos los buenos días (lo que a otras horas, con más gente por allí, seguramente no haríamos). Por cierto, detengo el coche delante de cualquier paso-cebra, cruza un chiquillo y me agrada ver que me mira y, agradecido, alza ligeramente su mano. Dos de cada tres niños dicen “gracias”, si en la puerta del gimnasio les invito a pasar delante de mí. Por mí mismo, pero también por esos dos-de-cada-tres, lo hago. Como seguiré saludando cada vez que me ponga a la cola de la pescadería, me dirija al camarero de un bar antes de pedirle un café o entre en cualquier librería y pase junto al dependiente.
Nada hay de privativo en todo esto que relato; nada especial, porque bien poco cuesta ser atento y añadir una sonrisa a muchos de los momentos diarios. No en vano, el trato que nos prodigamos construye el paisaje por el que terminamos transitando, y la amabilidad ayuda a levantar esos segundos rasos que entretejen lo cotidiano...
Por eso, igualmente, creo que la felicidad es también un lugar que uno visita con más frecuencia de la que parece registrar. Y que no es desatinado nombrarla, hablar de una felicidad inadvertida, pero felicidad, que sazona nuestro modo de vida: la felicidad que nos procuran estos instantes y los pequeños e íntimos placeres que, entre gestos, sonrisas y discretas complicidades, visten de gratitud nuestros días.

18 noviembre, 2012

PERSONAJES - III



Ciudad - Xul Solar

EL ASCETA

Estoy a dieta —se excusó—:
Nunca como con el estómago vacío.


EL INCAUTO

Al desnudarse ante ella perdió todo su encanto.
Buscándolo, terminaron por robarle la ropa.


EL EVACUADOR 

Consiguió hacer de tripas corazón.
Desde entonces sólo evacua ternura.


EL FATUO 

Alardeaba en público de sus conquistas.
Fueron tantas que su casa estaba
permanentemente poblada de ausencias.


EL SOÑADOR 

Era un arquitecto espiritual:
Sólo sabía bosquejar castillos en el aire.


EL SABIO

Comía muy poco; él, siempre tan lleno de dudas...

11 noviembre, 2012

ESA MUECA ASTRAL



L'oeil Cacodylate - Picabia 
 

Yo vine al mundo calvo, con gafas y muy joven. Lo cual sospecho que obró a favor de que, desde bien pronto, me fuera interesando por las arquitecturas de madera, los sellos, la música, la poesía, las chicas y los amores, las preguntas prohibidas. Confieso que, de todo ello, coleccioné hasta empacharme y que terminé por orientar mis simpatías más adultas hacia la comunicación humana en general y el buen vino en particular. Por otra parte, nada me sedujeron mil materias, que considero de todo punto prescindibles. Hablo de la adivinación, la pornografía emocional televisada o el sistema de medidas anglo-sajón, por mentar un algo.
Pero, volviendo al origen, hay quien atestigua que, amén de calvo, miope y muy joven, de niño era tan sumamente movido que si me libré de algún sambenito fue por ser, aquélla de entonces, una época más de clérigos que de terapeutas. Conque aprendí a vacilar para mantenerme en equilibrio y postergué eso de coger las riendas de mi vida, convencido de que, después de todo, yo era el caballo. Arreé, pues, hasta la madurez, y conservé del angelito que fui una cierta candidez y otra cierta dispersión existencial que no merma mi ahínco por centrarme en vivir.
Como fuera, salí chico obediente salvo en asuntos de la guerra. Por ahí no paso, dije un día, y me hice objetor a las armas; quizá no sirvió para gran cosa, pero tenía que hacerlo. Cabalgando-cavilando, también desarrollé una cierta sensibilidad espiritual, que me alejó de las iglesias y de aquella España rancia del No-Do, de sus mandamases y señoritingos, de su perfil gris y taurino, de todo cuanto en ella negaba el progreso y un futuro.
Precisamente llegando el futuro, me puse a trabajar, pero siempre sin matarme, más que nada para no perder lo cotizado. Y, justamente porque no me maté, pude plantar un árbol, escribir mi libro y tener prole. Por cierto, la admirable mujer que me socorrió en esto último también intentó el célebre triplete (árbol, libro, prole), pero, tal vez por carecer de aficiones literarias, echó el resto en las botánicas y, sin un arbolito a mano, fue a mí a quien tuvo a bien plantar. Dada mi opinión sobre ciertas pérdidas, no se lo reprocho.
Con todo, a día de hoy mi corazón indemne sugiere una suerte de hospedería cuya zona más soleada está permanentemente habitada. También hay en él un lugar helador, donde nunca da el sol, pero ése es de mi intransferible propiedad y no doy razón de él salvo, acaso, en esa literatura con la que enmascaro la realidad, para hacerla más humana y tolerable.
Es así como me ubico, en una esquina estadística de esta sociedad de excesos, por cuya nefasta impiedad tan defraudado estoy, aunque de mi pesimismo exima en general a las personas, en quienes creo porque a diario les pongo cara y corazón, algo que ya me parece bastante.
Tal es mi retrato escrito. Al redactarlo, he intentado ser razonable, como quien no quiere la cosa, y aún debería añadir que me va estupendo, habida cuenta de que, sobre la tierra que piso, doy por evidente que lo más normal es estar muerto. En resumidas cuentas: soy el hombre de mi vida; y me repito por lo bajini que no sé qué haría yo... sin mí.
Como quiera que sea la cosa, agradezco la compasiva lectura que se me hace y honradamente advierto de que, la coincidencia de estas notas con la realidad, no deja de ser sino un reflejo más de esa mueca astral que hace de la existencia de cada quien una pura broma. De modo que me sirvo un trago y brindo por vivir, que de eso se trata. Amén.

04 noviembre, 2012

NADIE AHÍ FUERA ME VE



Solitudine - Vettriano

Me viene hablar de ti y cierro los ojos, como si tal niño, con la íntima convicción de que nadie ahí fuera me ve. Y aún me oculto para vagabundear por esos atajos que a ti me conducen y deleitarme un rato contigo a solas. Porque, contigo a solas, me arrebujo en tu recuerdo y acontecen los pequeños milagros del amor. Es entonces cuando se detiene el reloj y también tu imagen se rezaga y consigo alcanzarte, tiro de tu mano y te llevo casi en volandas a un rincón algo retirado, recién descubierto y sin embargo predilecto, para comulgar de tus labios un tierno pétalo de vida...
Alguien dirá que es autocomplaciente este amor que solvento en mis dietarios, páginas que se suceden como olas mansas, batiendo en una orilla soleada de la añoranza; este amor templado y litúrgico, el amor que aloja en mi pecho cuanto me das y cabe. Alguien, incluso, dirá que este amor es irreal... Pero ambos sabemos que no es así. Y, cuando muestro una irisación de su fulgor, pienso que nada importa lo que el mundo juzgue; que nada, lo que se figure de esta alquimia que afina mis cuerdas íntimas y me obceca en dibujar de ti siquiera un rudo esbozo fragmentario. Sí, lo que eres y lo que significas, tu entrega, supone tanto...
Cae la tarde, caen las últimas hojas de un calendario otoñal y urbano y, a fuerza de añorarte, casi siento tu presencia: un aleteo en la mejilla, el besuqueo juguetón de una mariposa resplandecida que me acaricia un instante, y que luego marcha y revolotea vivaracha a mi alrededor... Entonces abro los ojos y observo la caligrafía reposada con que mi pluma inicia su incierto peregrinaje a través del papel. Tomo de ti un recuerdo prestado, la callada imploración que revelaba tu mano al rodear mi nuca antes de partir; casi llego a sentir tu aliento en mi cuello, de cerca que estás... Pero no te veo; y entorno de nuevo los párpados y vuelvo a aislarme, como si tal niño. Reparo en estas imágenes vaporosas, en que me viene hablar de ti, en que te pienso y lo escribo, y lo cuento... Y apuesto a que, cuando a ojos cerrados sonrío, nadie ahí fuera me ve. 

 
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