22 junio, 2008

DÍAS DE JUNIO

N.º 8 - Pollock

Tienen algo privativo estos días de junio. Será que, pese la obertura estival, no han terminado de acaecer en su benéfica plenitud los contrastes de la primavera. Antes bien, todo ha sido lluvia: lluvia a diario y casi sin parar en las últimas semanas. Y quizá por ello hay algo de inopinada premura en el correr del calendario, algo de desconcertante espera en una transición que subsiste en sí misma, y un resto de perdurada expectación en la gente. Estas fechas tienen, sobre todas las cosas, que el sol se hace de rogar, inaccesible tras las nubes que, allá por marzo, se instalaron bíblicas y eternas en nuestro cielo, y que la luz y el calor no llegan con la intensidad de la época... Tienen estos días de junio que las aguas consagraron su reinado absoluto, al parecer para la perpetuidad.
Pero, según escribo, me corrijo y pienso en ser justo: Son las seis, acaba de amanecer y, ahora en la cocina, escucho cercano el gorjeo de los pajarillos, sé que los ríos y embalses se han visto plenos y magníficos, y siento cómo la tierra revienta agradecida con la primera claridad, henchida de verdes matices que abrigan los extrarradios de la ciudad. Incluso, al desperezarme con un café hacia el frescor de la terraza, veo un hermoso claro avecinándose a lo lejos, entre los edificios y las cuatro torres del casco medieval que perfilan enhiestas el horizonte urbano. Emisario del verano, parece asomarse por detrás de la catedral de Santa María un benéfico y raso chorro de sol. Añoranza de luz y calor para todos aquellos que, en estos días de junio, aún sienten en sus vidas la humedad incómoda del desaliento...
La naturaleza es sabia, concluyo convencido. Y según la observo ahí fuera, huelo el café antes de sorber, y deseo fervientemente que, pese a nuestra falta de escrúpulos, así siga siendo.

 
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