10 julio, 2011

MI ORGANISMO Y YO

Retrato de Sylvia von Harden - Dix

Digo que mi organismo me desconcierta, muy sobre todo en lo que concierne al sueño. Unas cuantas noches seguidas, despertándome a eso de las tres, de las cuatro, para no volverme a dormir. Morfeo me toma con desgana en sus brazos, endosándome una impotencia que procuro gestionar con cargo a esa propensión que tengo a relativizarlo todo. Así es que me repito que no pasa nada, que hay cosas peores; y casi ya está. Casi, porque, a cuenta de estos desvelos, anoto la falta de concentración, lo de mis eventuales olvidos y un fondo de irritabilidad que procuro disimular. Todo ello, como que se me va cronificando; sobre todo lo de los olvidos. Y yo que lo asumo, faltaría más.
Lo cierto es que, vigilias aparte, nunca he tenido una memoria como la que me hubiera gustado tener. Leo un libro y semanas después me queda un poso peregrino. Y lo mismo con la mayoría de las pelis, las características técnicas de mis cachivaches o los condumios de una reciente cena y muchos rincones de lugares visitados. Un desastre con patas, es lo que soy en materia de evocaciones. No así, empero, me pasa con las caras, los nombres de los camareros, las frases ocurrentes y cantidad de detalles superfluos, que retengo... así como, dicho sea de paso, los hitos de mi aprendizaje emocional, pues el corazón que me habita recuerda casi todos los episodios que le han hecho latir dichoso.

Decía Alexandre que todo el mundo se queja de su memoria, pero nadie de su inteligencia. Y yo digo que nanay, que me quejo de ambas, que mil cosas más que las que olvido son las que no logro comprender. Cosa de tener una inteligencia más bien adaptativa y relacional; un caletre de andar por casa, vamos. Por eso nunca diría a favor de mí mismo que soy un tipo brillante, porque conozco bien mis limitaciones. Y tampoco me va la vida en ocultarlas. ¿Qué apariencia pretendo dar de lo que soy? Pues la que tengo, para qué engañarme. Así todo resulta más fácil, en serio.

Cuando me tocó estudiar la inteligencia, en aquella época geológica en que tuve veinte años, el concepto era injusto y miope. Se asociaba a la tenencia de determinadas capacidades para el lenguaje, la abstracción y el razonamiento numérico, muy relacionadas con la erudición académica y, de paso, con la cultura dominante. Así se comprende que un labrador, por poner un caso, no diera la talla en la escala del test al uso. Hoy, superado tal despropósito, la inteligencia viene a ser algo así como
la capacidad para solucionar problemas nuevos, procesando información y reestructurando la adaptación al ambiente. Con lo que, sentando jurisprudencia, hemos salvado de la idiocia al mentado campesino.

Pero, en fin: Regreso al principio, a lo de mi nocturno aturdimiento. Son ahora mismo las 4:34 de la mañana y dentro de hora y media se encenderá mi despertador luminoso, de no ser que... ¡Clic!, ya lo he desactivado. Conque dejo el cuaderno, me siento en el borde de la cama, bostezo. Tendré un par de crisis matutinas que espero no evidenciar, echaré mano de mi relativismo existencial, nada de irritarme... y, vaya, me repetiré varias veces lo de siempre: que no pasa nada. Y es que es bien socorrido hacerlo. En fin, ¡hay tantas cosas peores...!
 
ir arriba