24 julio, 2011

EL AMOR DE CARLOS

Estación - Descals

Carlos conoció a Clara en un tren de cercanías que, más tarde supieron, llevaban tiempo cogiendo a la misma hora para regresar de Llodio a Bilbao. Aquel día, sentado frente a ella, vio que leía con una sonrisa dibujada en sus labios. Terminó mirándola furtivamente, guapa que era; se le antojó que la expresión de su cara, ligeramente inclinada sobre el libro, revelaba un espíritu franco y libre. Y, con este convencimiento, no se resistió a interrumpir su lectura:
—Perdona —le entró—, ¿qué estás leyendo?
—Ah... El sabor de los días, ¿pues?
—Es que te veo sonreír... y me ha picado la curiosidad.
Amable, ella le hizo un comentario sobre la novela, dando pie a que siguieran hablando, ya de otras cosas, hasta llegar a la estación. Fin de trayecto, buenas vibraciones, nos vemos.
Como fuera, Carlos no se quitó de la cabeza a Clara durante el resto del día. ¿Se volvería a enamorar? Una punzada de angustia le recorrió el plexo solar. Pero, ¿puede sentir uno angustia por amar? Que se lo preguntaran, justamente a él. A él que, sin buscarlo, se vio garabateando con bellos poemas la acuarela de su adolescencia. A él, que escribía para el amor, porque al amor se debía, cuando aún éste no se le había representado con rostro de mujer. A él, que tan intensamente soñó amar que no encontró otro modo de vivir que no fuera amando, ni otro modo de habitar el mundo que no fuera escribiendo. A él, sí, ¡que se lo preguntaran! Porque el riesgo de idealizar el amor es terminar enamorándose de él, de la idea del amor, y no de la persona amada. Y el tributo del conocimiento real del ser a quien se adora es la decepción, y en la decepción se subsume el dolor, y en éste el fracaso. Por eso aquel primer día que Carlos habló con Clara, todos sus miedos se le concentraron urgentes en la boca del estómago.
Llegó la tarde siguiente y ambos se buscaron en la estación de Llodio. Subieron al último vagón, se sentaron juntos. Tras este nuevo trayecto, prolongado en la barra de un bar y con el propósito de verse el sábado, Carlos y Clara padecieron de forma muy semejante una secreta combustión interior. Algo hermoso germinaba entre ellos, un dulce fuego... De manera que Carlos no dejó que pasara el tercer encuentro sin revelar a Clara sus aprensiones más íntimas: esa angustia por amar, su zozobra ante el abismo de la responsabilidad, la obsesiva inquietud que anticipaba su temor al fracaso. Habló largamente de sí, porque comenzaba a quererla, así se lo dijo; y al sincerarse saldó viejas deudas contraídas con su corazón. Ella le escuchó con paciente dulzura y le entendió, y, tomando una de sus manos entre las suyas, le retribuyó la confidencia.
Fue así como ese mismo día Carlos y Clara se hicieron cómplices antes que amantes, y caminaron enlazados por la cintura al atardecer. Así fue como comulgaron sus ilusiones, sus anhelos y sus miedos... Y así como, sin saberlo, al despedirse junto al portal de ella, aquel primer beso comenzó a sanar en Carlos sus más antiguas y mal cerradas cicatrices.
 
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