Noche de sueño - Kassin
Siempre me ha cautivado
extraordinariamente la impresión física del vértigo, ese incomprensible
magnetismo que me atrapa y repele a la vez, produciéndome una excitación única
e inigualable. Sobre este particular, tengo subrayado en un libro de Kundera que
“aquél que quiere permanentemente llegar más alto tiene que contar con
que algún día le invadirá el vértigo... Y el vértigo significa que la profundidad
que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta el deseo de caer,
del cual nos defendemos espantados.”
Esta poética verificación resume acertadamente
lo que, en cuatro líneas, quiero recordar, un poco en voz alta, ante,
para y por ti, Miralles. Pienso en ello, pienso en el vértigo, porque cuando he salido
y transitado fuera de lo habitual, cada vez que he amado fuera de lo corriente
—y me he expuesto y arriesgado—, he retenido la misma sensación que en cien
tardes de los veranos de mi primera juventud, cuando en Laredo recorría los a
pie acantilados: Allí me encaramaba a los riscos del Atalaya, frente a un verdísimo
mar que encabritaba espumas, e irguiéndome pletórico, con los brazos en cruz,
me dejaba azotar por la brisa que en ocasiones era viento, notaba mis piernas
tensas y firmes sintiendo, unos centímetros por delante, la poderosa atracción
del vacío: ¡el vértigo!, su prodigioso y fascinante misterio. Entonces cerraba
los ojos, respiraba lenta y hondamente hasta expandirme pleno, como en un ritual
telúrico de iniciación a la vida, aislado del resto del universo... y memorizaba
millonésimamente aquellas impresiones en cada poro de mi piel. Luego, sin
apenas ser consciente de haberlo decidido, volvía en mí y me daba, sin más, la vuelta. Mi
corazón había latido arrebatado por cada embate del mar; algo tan simple y desnudo,
sin embargo tan intenso... Y era entonces cuando regresaba al mundo de lo posible,
con la sonrisa íntima que me procuraba el reto de haberme acercado al abismo y
sentido frente a él un instante de eternidad... para terminar defendiéndome del
vacío y volviendo junto a los míos, a quienes apenas conocía y, con todo, también
amaba.
Y era del mismo modo entonces,
querida Miralles, al mezclarme de nuevo entre la gente, cuando sentía que el
vértigo, instalado aún en mi joven pecho, había repasado conmigo una hermosísima
y rotunda lección de vida. La que ahora, contigo, he querido compartir.