20 enero, 2013

EL VÉRTIGO



Noche de sueño - Kassin

Siempre me ha cautivado extraordinariamente la impresión física del vértigo, ese incomprensible magnetismo que me atrapa y repele a la vez, produciéndome una excitación única e inigualable. Sobre este particular, tengo subrayado en un libro de Kundera que “aquél que quiere permanentemente llegar más alto tiene que contar con que algún día le invadirá el vértigo... Y el vértigo significa que la profundidad que se abre ante nosotros nos atrae, nos seduce, despierta el deseo de caer, del cual nos defendemos espantados.”
Esta poética verificación resume acertadamente lo que, en cuatro líneas, quiero recordar, un poco en voz alta, ante, para y por ti, Miralles. Pienso en ello, pienso en el vértigo, porque cuando he salido y transitado fuera de lo habitual, cada vez que he amado fuera de lo corriente —y me he expuesto y arriesgado—, he retenido la misma sensación que en cien tardes de los veranos de mi primera juventud, cuando en Laredo recorría los a pie acantilados: Allí me encaramaba a los riscos del Atalaya, frente a un verdísimo mar que encabritaba espumas, e irguiéndome pletórico, con los brazos en cruz, me dejaba azotar por la brisa que en ocasiones era viento, notaba mis piernas tensas y firmes sintiendo, unos centímetros por delante, la poderosa atracción del vacío: ¡el vértigo!, su prodigioso y fascinante misterio. Entonces cerraba los ojos, respiraba lenta y hondamente hasta expandirme pleno, como en un ritual telúrico de iniciación a la vida, aislado del resto del universo... y memorizaba millonésimamente aquellas impresiones en cada poro de mi piel. Luego, sin apenas ser consciente de haberlo decidido, volvía en mí y me daba, sin más, la vuelta. Mi corazón había latido arrebatado por cada embate del mar; algo tan simple y desnudo, sin embargo tan intenso... Y era entonces cuando regresaba al mundo de lo posible, con la sonrisa íntima que me procuraba el reto de haberme acercado al abismo y sentido frente a él un instante de eternidad... para terminar defendiéndome del vacío y volviendo junto a los míos, a quienes apenas conocía y, con todo, también amaba.
Y era del mismo modo entonces, querida Miralles, al mezclarme de nuevo entre la gente, cuando sentía que el vértigo, instalado aún en mi joven pecho, había repasado conmigo una hermosísima y rotunda lección de vida. La que ahora, contigo, he querido compartir.

 
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