Autorretrato - Kupka
Es Anna, bolso en ristre, corriendo hacia el autobús. Le cuesta tanto madrugar; una hora de trayecto, cinco de clase... Cuando llega a la parada, el bus está a punto de salir. Saluda a los habituales, toma asiento y se pone los auriculares del I-Phone. El primer whats-app de la mañana, le hace sonreír. Responde y cierra los ojos. Oye Kiss FM, recordando los mejores momentos del finde, y plácidamente se adormece.
Es Pablo, que carga con su
mochila hacia el cole. Ve una castaña en el suelo, estira una pierna hacia
atrás y chuta con fuerza... (¡clonc!), contra la puerta de un coche aparcado.
Mira inquieto a su alrededor, nadie le ha visto. Se ajusta la mochila en los
hombros y acelera el paso. Diez segundos después, busca con la mirada otra castaña.
Es Lilí en Creixell, deleitándose en la terraza de su cuarto con el aire y el sonido de las
olas. Mira la triple franja del paisaje que ha fotografiado cien veces: Hoy
la arena de la playa se ve pardusca, el mar de verde a gris, un cielo
atormentado. Toma su réflex, dispara varias veces, capturando la luz matinal.
Luego, entra y pone bien alto el Sound
and Vision, de Bowie, abre los brazos y bailotea por toda la habitación.
Es Yvette, abriendo la ventana de la cocina que el tibio sol de octubre inunda. En un plato, pela y trocea un tomate maduro; corta un poco de cebolleta en juliana, abre
un tarro de atún, se sirve y añade aceitunas negras, sal, aceite de oliva; con
un trozo de pan y dos dedos de vino. Sentada a la mesa, mastica lentamente, apreciando
la deliciosa brevedad de unos sabores que paladea hasta el último rastro del bocado.
Agradece a la vida el placer que le regalan las pequeñas cosas cotidianas.
Son Amalia y Juan, y esta es su
primera estancia en un balneario. Encantada, Amalia telefonea a su hija a media
tarde, para contarle con detalle cada una de las novedades: el baño
termal, la clase de aquagym, los
barros, el masaje. Juan le escucha y sonríe. Él, más crítico con todo, pone sus
pegas... Pero le mira a ella, la ve feliz y con eso le basta.
Es Chémile. Vuelve de
Barcelona y permanece recostado junto a la ventanilla del avión.
Normalmente, emplea los vuelos cortos en organizarse: apunta ideas para la conferencia
de turno, sus notas de agenda, una chuscada para tuitear. Pero hoy, sumido en
un jergón de ensoñaciones, su mirada vaga más allá de las nubes y del
atardecer. Le viene Dylan: Lay Lady Lay...
Y, a la par, una cierta añoranza y más de un entrañable recuerdo.
Es Marieta y ha quedado con
Miguel. Pronto harán tres años juntos y quieren celebrarlo. Lo que sea, pero barato,
que no están para lujos. Salen ideas que descartan sobre la marcha; aparecen
otras, algunas extravagantes, las más, convencionales. Disfrutan haciendo planes... y Marieta sabe que, a veces, el mayor goce tiene lugar en el día de la víspera.
Es Pepa, tras su clase de
yoga. Nota un cansancio dulce. Responden sus articulaciones, no tiene dolor.
Camina junto a la ría ennegrecida, plagada de destellos citadinos. Los puentes y los
muelles, el Guggenheim; un
horizonte nocturno y tornadizo. Recuerda cuando la
ciudad era húmeda y gris, y el cielo metalúrgico. Y, como si formara parte del
conjunto, se funde entre las formas del paisaje urbano; lentamente se
diluye en él.
Es Esteban, que ha tenido un día
de trabajo duro. Cena y sale a que le dé el aire. Camina pisando
hojarasca, y repara en que sólo oye el sonido de las hojas muertas
crujiendo bajo sus pisadas. Se siente en el corazón de otoño. Le gusta la palabra
hojarasca, la susurra para sí y sonríe. Y, sin saber por qué, cae en la cuenta
de que está satisfecho con su vida y decide que se lo ha de recordar más a
menudo.
Es Juanan, comprobando que se le
ha hecho tarde. Mañana madruga, pero antes de apagar el ordenador
quiere acabar la página del álbum que confecciona. Piensa que tiene alguna
imagen más que añadir, pero le vence el martes a la vuelta del sueño,
y se dice que, por hoy, ya basta... Conque aprieta la última tecla: la del punto final.