01 julio, 2012

BASTIÁN, LOS PAJARILLOS Y UN NIÑO QUE LLORABA

El poeta con los pájaros - Chagall

En el reloj de la iglesia dan las siete. Permanezco con los ojos cerrados, en el jardín de BB, sobre una tumbona dirigida hacia el sol. Al otro lado del seto, en la casa colindante, Bastián juega con su balón. Cada pequeño brinco que da, el rodar, el bote de la pelota, suenan en la grava de su parcela con ese frufrú de piedritas contra piedritas, minúsculos ruidos fragmentados... Pero el sol prevalece; un sol que baña cada partícula de mi piel, cuando un niño llora a lo lejos desconsolado. Parece que no le hagan caso, y me digo que ya se calmará. Porque luego están los pájaros, que gorjean alborozados: gorriones y jilgueros, tal vez algún mirlo. Este sol vespertino les vivifica (Bastián entra en su casa, dejan de sonar sus retozos por la grava). También corre un poco de aire, se agitan las ramas de las rustifinas, tan prolíficas las rustifinas, aferrándose a cualquier pretexto biológico para retoñar. Cruzan la cercana plazuela tres o cuatro chicas; hablan a la vez, con desenfado, y apenas entiendo lo que dicen, pero ríen y, por cómo ríen, parecen muy contentas... y muy jóvenes. De lejos, un coche pasa y se va; de lejos, el niño ya no llora.
Detecto una brecha de silencio y, después, las suaves caricias de la brisa; mi respiración relajada, mis sentidos memorizando el lento declive de la tarde, el momento en que agoniza junio, y la idea de que con él se irán estos minutos, irrecuperables... Y no habrá nada que le haga recordar a Bastián que ha estado jugando con su pelota; el niño de lejos no llorará igual, las chicas se volverán a juntar y reirán, sí, pero distintas; los pajarillos trinarán desde a saber qué ramas y solamente el reloj de la iglesia permanecerá impasible, refrendando con sus campanadas el transcurso de un tiempo huidizo y convencional. Y el sol... Este sol es y será también otro, me digo, mientras pienso en Bastián, los pajarillos y el niño que lloraba. Entreabro los ojos. Hay una luz rasante increíblemente dorada, que me invita a sumirme de nuevo en la agradable opacidad de mis párpados. Pero venzo la tentación de hacerlo, dejo la tumbona y entro en la casa; quiero capturar este soplo de tiempo, por insignificante que parezca, deseo que perdure. Así es que cojo un papel, un lapicero; me digo que lo voy a escribir... Y lo escribo.

 
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