27 mayo, 2012

MADUROS Y GENUINOS

Los jugadores - Rousseau

Se asocia la madurez a una cualidad cuya consecución va más allá de la edad y del simple trascurso de los años. Cabe pensar que alguien madura según aprende a manejarse, y que aprende a manejarse en la medida en que va exponiéndose a la temperie circundante y desarrollando y afianzando una serie de técnicas adecuadas para vivir. Lo que sucede es que, cuanto más se expone uno, más vulnerable se siente y mayor necesidad tiene de guarecerse de las inclemencias vitales. Y, ante éstas, parece que lo aconsejable sea cubrirse, enmascarar la propia naturaleza, tomar un patrón social de autoprotección y seguir las instrucciones. Adaptarse para sobrevivir, tal es la cuestión. Así, entonces, uno llega a ser un tipo juicioso y formal (maduro, vaya), y su entorno se lo reconoce y le da su respaldo; sabe que está preparado para funcionar, que ha conseguido ser alguien, una persona seria, estable, competitiva. Lo único...
Lo único que, el acceso a ese estado de competencia, conlleva peajes tales como el de sofocar lo más genuino de uno tiene: su inocencia. La inocencia poliédrica representada en el niño que contemplaba la vida sin entenderla y aún sonreía, en la chiquilla ilusionada que lloró sus alegrías y desencantos, en aquel gamberrete que perpetraba bromas, desafiando todas las leyes no escritas o, en fin, en el rebelde inconformista que se amoldó, pero mantuvo rescoldos de su fe en que un mundo mejor todavía es posible...
Supongo que el coste de intentar vivir de un modo equilibrado y eficaz, pasa por dejar jirones de candor en la cuneta. Ahora bien, pese a la pérdida de pureza y de frescura, intuyo que el quebranto personal que uno sufre no es tan definitivo. Puede que no se nos vea del todo (porque nos cubrimos), pero apuesto a que en cada uno de nosotros coexisten, con mayor o menor desahogo, el niño, la chiquilla, el gamberrete, el rebelde y cuantos hemos sido hasta ser lo que hoy somos. Y creo que tener esta perspectiva es saludable, considerando que nuestro pasado y el presente, e incluso los sueños que perseguimos, nos conforman.
Socialmente se premia la madurez bruñida de competencia, pero no confundamos nuestro desempeño funcional con la necesidad de sepultarnos en la gravedad, en la circunspección utilitaria. Somos mucho más que un rol, y la vida diaria nos suministra múltiples ocasiones de mostrarnos sin tapujos. Es ahí donde se nos reconoce; ahí, donde radica nuestra forma de ser genuinos, a pesar de los rigores del clima social y del tiempo reglamentado.
Observo en muchos de nuestros mayores el sabio retorno a la autenticidad que protagonizan. Y, viéndoles, concluyo que es sano relajar el semblante y despojarse con frecuencia de esa coraza funcional con la que uno despacha eficazmente tanto asunto inaplazable. Hasta es posible que, entonces, ese uno se sienta renovado, más en sintonía con lo que realmente es... y con lo que siempre quiso hacer de sí. Mostrarnos como somos con quienes nos quieren, es un gesto de nobleza y de autenticidad. Precisamente porque nos quieren, merecen nuestra sinceridad. Y, precisamente porque somos lo más importante que tenemos, también nosotros mismos nos la merecemos.

 
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