19 junio, 2011

LOS REINOS DE LA CASUALIDAD

Barreras melódicas - Xul Solar

Supo algo después que se llamaba Marta, pero, en la fría tarde de invierno, era una de las dos chicas a las que preguntó por el centro cívico de aquel barrio, en cuyo auditorio se representaba Melocotón en almíbar, de Mihura.
—Es aquí mismo; nosotras también vamos.
Pepo hizo el corto trayecto con ellas. Al llegar, Marta sacó de su bolso un par de entradas.
—Perdonad, pero el pase... ¿no era libre?
—Sí, pero las entradas había que retirarlas de antemano. Si no tienes, estás de suerte, porque me sobra una.
—¡Genial! Me estáis salvando la noche.
Ambas sonrieron el cumplido, según accedían a la sala. No era una función numerada pero, por no abusar de confianza, Pepo se despidió con un hasta luego y gracias, sentándose dos filas detrás de ellas. Poco después, comenzada la obra, Marta se volvió hacia él y cruzaron sus sonrisas en la penumbra del auditorio. Pepo la observaría a su antojo en diferentes momentos: Treinta y tantos, pelo rojizo y una cara exclusiva, rebosante de gracia; con un toque intelectual, realzado por las gafas con las que seguía la representación...
Cuando ésta terminó, con una prolongada salva de aplausos y tres bises de los actores, Pepo aguardó a las chicas en el pasillo lateral:
—Tenéis diez segundos para tramar una excusa y no aceptarme un pote por aquí cerca.
Ellas se miraron entre sí.
—La verdad es que hemos quedado con una persona...
—Vaya, me lo temía.
—Pero igualmente puedes venir —resolvió Marta—. ¿Te animas?
Pepo dijo que encantado. Y pensó que así solían surgir los mejores planes, en uno de los reinos que la casualidad improvisa sin descanso. Cuestión de saber detectarlos, de estar fino. Porque la casualidad es la revelación de un orden que se nos escapa, y se explaya en longitudes de onda difíciles de registrar... Salvo que uno adiestre y dirija con pericia sus humanas antenas, se dijo ufano. Así es que, ya en la calle, hablaron de la obra y Pepo fue consciente de estar mirando a Marta de un modo privativo, como se mira a la persona en quien, precisamente, la casualidad parece encarnarse para erigir uno de sus infinitos dominios. Supo como por ensalmo que se podía enamorar y el hecho trivial de ir a tomar un vino con ella y su amiga, dio una inesperada mano de felicidad al momento.
Llegados al bar, Pepo conoció a la persona con quien habían quedado. Fue Marta, siempre más locuaz, la que hizo las presentaciones:
—Por cierto —dijo—, yo soy Marta, ella Carol, ya nos conoces —rió—, y él Luis, mi novio. Y tú, ¿cómo te llamas?
—Yo, Pepo; me llaman Pepo —dijo entonces, chocando la mano al tal Luis.
Y tragó saliva, maldita sea, mientras se comenzaba a ciscarse en sus estúpidas teorías sobre la casualidad, las longitudes de onda y su birria de antenas de plástico... y exhibía, en aquel malogrado momento, su más cumplidora y resignada sonrisa.
 
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