14 junio, 2009

QUÍMICA TRISTEZA

Aaron - Basquiat

Desde que Carla se fue de casa, Jorge experimenta con frecuencia una punzante sensación de desamparo. Pretende ahuyentarla de sí vagando por la ciudad, demorando la diaria vuelta al piso que se le hace grande, penumbroso y tristemente vacío. Caminando por la Gran Vía, se ha detenido ocioso ante el escaparate de una moderna vinatería. Miraba las botellas del expositor, cuando ha reparado en la mujer que se disponía a pagar en la caja... «¡Alicia!» Al reconocerla, a través de la vidriera del establecimiento, Jorge se ha azorado intensamente, asaltado por un recuerdo que hubiera deseado haber barrido de su memoria. Uno de esos incómodos pasajes que caricaturizan la propia biografía; una mueca sardónica que su pasado le hace sobre la marcha. Lo cierto es que a Jorge la visión de Alicia le ha mordido el estómago, porque guarda la impronta emocional del encuentro que mantuvo con ella, de las tres horas escasas en que compartieron poco más que una cama, de la primera y única vez que yacieron juntos. Días después de aquello, hará diez o doce años, dejaron de verse.
Y no puede evitar, de golpe, rememorarlo. Pero, ¿qué era para él entonces una relación de pareja, el mismo sexo? Un desafío... y una servidumbre. Él, el siempre dispuesto, el hombre, el cazador, el experimentado, el competente. ¿Qué quería demostrar en sus acometidas?, ¿y a quién? Jorge ignoraba lo difícil que le resultaba ver más allá de sí mismo y de sus ínfulas de conquistador, abandonarse a la exploración sensorial; y no fue diferente cuando estuvo con Alicia. Quiso poseerla, secuestrado por la exagerada urgencia de su propio cuerpo, con un furor mostrenco que ella padeció ajena y despegada, inmóvil, con una abnegada pesadumbre fisiológica. Todo resultó brusco y rápido, desmedido. Sencillamente sucedió que terminaron estirados el uno junto al otro, él aplacado y exhausto, ella ausente, a un mundo de silencio y de distancia. No hablaron, dejaron que el mutismo se espesara entre ambos como una densa niebla. Y fue así como, antes de encontrarse, ya se habían perdido sin remisión.
Ahora Jorge no soporta el gusto acre de aquel recuerdo y se ha apartado del escaparate. No le agrada la idea de que ella se vuelva y le pueda reconocer. Evita incluso verse reflejado en el cristal de la tienda, convertido en una parodia de sí mismo, portador de esa calcomanía sellada indeleblemente en su historia. Comienza a caminar y se le añade prieta una nueva sensación de desamparo: Piensa en Carla que se fue de casa, recrea la repentina imagen de Alicia y deambula maquinalmente, con una mordiente y química tristeza, entre la mucha gente de ojos vacuos y aburridos que puebla la Gran Vía. Demora la diaria vuelta al piso que se le hace grande, penumbroso y tristemente vacío.
 
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