14 octubre, 2007

ACEPTAR

Los recién casados - Marc Chagall

Tengo para mí que ciertos hechos nos resultan relativamente sencillos de entender y, sin embargo, se nos pueden hacer muy difíciles de aceptar. Tal vez así sucede porque entender supone efectuar un ejercicio analítico, intelectual, para el que podernos estar adecuadamente preparados, mientras que aceptar requiere un mayor esfuerzo personal, más tiempo y otra dedicación, desde el momento en que involucra a nuestras emociones. Y este es ya otro cantar. Por hacerlo más gráfico, se me permitirá esta licencia: Entendemos con la cabeza, pero lo de aceptar implica también al corazón... O, sea, a las tripas.
A título personal, intuyo que para crecer humanamente es preciso saber aceptar; aceptar la realidad por dura o dolorosa que sea. Y, en este empeño, apuesto a que uno se puede preparar, porque soy un convencido de que, a aceptar —como a casi todo—, se aprende. Cuando pienso en lo que comento, concluyo que, por más que parezca una paradoja, aceptar es empezar a cambiar. Viene a ser concederse una nueva oportunidad. Si algo ocurrió en el pasado y uno hizo lo que pudo, ha de reconocer la situación, conciliarse consigo mismo y mirar hacia delante, hacia los nuevos caminos que ante sí se le abren. Lo cual nada tiene que ver con el hecho de resignarse, que es una forma de dimitir que esclaviza, porque mantiene a quien sufre rumiando su desgracia y especulando sobre lo que pudo haber sido y no fue, y lo demora y lo deja inmóvil, varado en la auto-conmiseración. Aceptar, al contrario que resignarse, es ver que existe una salida. Por lo tanto, aceptar libera.
Así, vivir en el presente, abrirse a él y experimentarlo sin reservas, tiene que ver con aceptar, del mismo modo que aceptar es, también, ver y apreciar cuáles son nuestros pensamientos, sentimientos y emociones, y consentir que emerjan, reconocerlos tales cuales son, amistarnos con ellos, apropiárnoslos. Es este sentido, aceptar es absorber e incorporar, metabolizar. Es, en definitiva, fluir en el aquí y el ahora, en la realidad, y también sentir que el otro existe; saberlo y demostrarlo con una actitud positiva; comprender que la ecuación más universal y sencilla admite asimismo otro resultado: A + B = B + A.
Aceptar es todo esto y más, mucho más.
Al caso, confieso que mi agenda anual, con la que a diario me muevo, está encabezada desde hace ya muchos años por una vieja y conocida oración:
Que Dios me conceda serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar; valentía para cambiar las que sí puedo, y sabiduría para ver la diferencia.
Cuando la releo, recuerdo que aceptar viene a ser también dejar de lado la urgencia, sosegarse, extraer vetas de esperanza de esa mina interior nuestra, en la que resguardamos del mundo nuestra intimidad más privativa y nuestros principios e ilusiones, los que son nuestros más preciados tesoros... Y me atrevo a decir que aceptar es saludable, y bueno, porque además funciona.
En resumidas cuentas: A veces creo, cuando pienso en la felicidad, que saber aceptar es la clave.
 
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