16 junio, 2007

JOYCE

El jueves 16 de junio de 1904 sería inmortalizado por James Joyce, a través del Ulises, aquel extraordinario meteorito que le cayó al planeta novelístico en 1922.
Confieso que fue cien años después de aquel día, en verano de 2004, cuando en un arrebato de pundonor me enfrenté por quinta vez a la tarea de leer esta obra maestra. No sé qué me pudo haber sucedido en las cuatro anteriores ocasiones, en las que no pasé de las ochenta primeras páginas; es probable que aún no estuviera preparado para gozar de su lectura. Pero entonces lo conseguí, con enorme agrado. Con ser difícil, lo que puedo garantizar a quien se acerque al Ulises es que la excelencia en el manejo de la técnica narrativa de Joyce, el modo en que usa el fluir interior de la conciencia y su virtuosidad verbal, no le dejarán indiferente. Dicen que Joyce se inspiró en La Odisea de Homero. Lo cierto es que el Ulises viene a ser también un viaje: el que el judío irlandés Leopold Bloom emprende en Dublín, a lo largo de un solo día cuyo clímax llega en el momento en que se encuentra con el estudiante Stephen Dedalus. El fondo argumental de la novela gira en torno a la búsqueda simbólica de un hijo por parte del propio Bloom y a la conciencia emergente de Dedalus, entusiasmado por dedicarse a la escritura.
Como pequeña muestra, el comienzo del Capítulo II del Ulises:

«El señor Leopold Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la espesa sopa de menudos, las ricas mollejas que saben a nuez, un corazón relleno asado, lonchas de hígado fritas con raspaduras de pan, ovas de bacalao bien doradas. Sobre todo le gustaban los riñones de carnero a la parrilla, que dejaban en su paladar un rastro a sabor de orina ligeramente perfumada.»

 
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