Le he dado una semana para que vuelva a ser el que era. Y voy en serio, porque ya estoy harta y no aguanto más. Todo empezó a cuenta de su supuesta dificultad para recordar algunas cosas, y su obsesión por perder la memoria. «Cariño, ¿cómo se llama ése que... Sí, mujer, el marido de...?» Bueno, haceos una idea. Esto aderezado con la cantinela de que «tenemos una edad muy mala», que es lo que va largando a todo quisque, como quien pronostica que, con cargo a ella, se nos avecina el fin del mundo. Este es mi marido: un tipo al que una simple jaqueca le mueve a pensar en clave de tumor cerebral, todo sea dicho. Pero, a lo que iba, la pesadilla de sus lapsus de memoria. No tuvo mejor ocurrencia que recurrir a Internet, para atemperar su ansiedad y sacudirse el terror que le producía imaginar que su cerebro se estaba convirtiendo en una masa de gelatina... ¡En mala hora! Porque desde entonces, me vuelve tarumba.
Un día va y me cuenta:
—¿Sabes, cariño? Las neuronas no se mueren. Lo que pasa es que reducen el número de conexiones que tienen entre sí, porque no las usamos. Por eso perdemos capacidades... Y la solución está en las neurotrofinas, unas moléculas que producen las células nerviosas y que las mantienen en forma.
—¿Ah, sí?
—Cuanta más actividad cerebral, más neurotrofinas y más conexiones nuevas entre las neuronas. ¿Qué te parece? Lo que hay que hacer es estirarlas, sorprenderlas, romper su rutina, sacarlas de paseo... para tener un cerebro ágil y flexible y mejorar la memoria.
—Vaya, vaya...
—Se ve que la rutina hace que el cerebro funcione en automático y que las experiencias circulen por las mismas rutas neuronales, casi sin consumir energía... y sin producir neurotrofina. Eso dice aquí.
De modo que la neurotrofina. Ella fue la que le puso a hacer pilates con su cerebro. ¿Y cómo? Pues dejando de funcionar como antes; es decir, como ya me había dicho: sacando sus neuronas de paseo. ¿Sabéis que supuso esto? De la noche a la mañana, ahí me lo encontraba en el baño, duchándose a ojos cerrados para descubrir sensaciones, sobando el metal del grifo, acariciando el envase del gel, husmeando la toalla... Todo ello a tientas (se desnucará un día). Comenzó a utilizar la mano izquierda, primero para cerrar los tarros y tubos (me toca a mí repasarlos) y poco después para comer (yo limpio los lamparones de sus camisas). Me propone cambiar, día sí, día no, el lado de la cama. Lee en voz alta el periódico y esto me obliga a buscarme un lugar tranquilo para hacer mis cosas. Llega a casa de trabajar y, me cuenta, lo hace por itinerarios enrevesados, en los que invierte cada vez más de tiempo. A todo esto, se para a hablar con desconocidos. Va por el parque chutando las castañas; lo toca y huele todo (el otro día, delante de mi hermana, la corteza de un cedro); en casa cambia las cosas de lugar, guarda sus llaves en diferentes sitios y luego no las encuentra; saluda a nuestros amigos con dos besos y a sus mujeres les da la mano... La izquierda, claro. De verdad, que una cosa es contarlo y otra vivir con semejante tarado. Y, claro, os preguntaréis si ha mejorado su memoria... ¡Ja!, mucho lo dudo. Con esta manera que se ha inventado de hacer el payaso, en todo caso es mi cerebro el que termina haciendo pilates, conviviendo con un tipo excéntrico e impredecible, que sale dando la nota por donde menos te lo esperas. Y estoy más que harta. ¡Vaya tres meses, desde lo de las neurotrofinas! Así que le he dado una semana para que cambie el chip y se haga normal y, si no, que vaya a marear a su madre, que estará encantada de recibir a un merluzo que comienza a circular por la izquierda en las carreteras desiertas, se pone los calcetines de diferente color, me deja notas en francés y se descalza cada vez que ve un metro cuadrado de césped. Eso, con su madre. Porque conmigo nanay. Ya le he dicho: ¡una semana!