28 abril, 2013

MI VIEJA POLAROID

Lido - Beckman


Apuro los últimos días, antes de recoger bártulos y dar carpetazo a la rutina laboral para coger vacaciones. Necesito desprenderme de un cierto cansancio, de esta relativa atonía. El caso es esfumarme, ¡yiap!, como si tal ratoncillo; salir, Miralles, moverme, viajar. Revivo mientras tanto esos ratos de charla con mi amigo Pere, ociosamente dilatados, disfrutados con una morosidad consentida, la mirada flotando siempre en la misma dirección, la única posible: la que lleva al mar... Escenas perduradas en nuestros encuentros, cada vez un verano tras otro hemos departido y reído, y nos hemos reconocido calladamente alguna nueva pata de gallo en los ojos que sonríen, el inexorable tránsito del tiempo que el bronceado sabiamente matiza. Pienso en Pere, pienso en Carlos y en Esteban; también en Txema. Pienso en ellos, mis amigos. Pienso en Laredo y Torredembarra, mis lugares estivales y mis mares. Días de agosto, días de holgar...
Conque casi ya organizo el viaje que haré pronto, esta vez hacia el norte. Y, pensando en todo un poco, me viene a la cabeza aquella foto que una tarde de verano le pedí que nos sacara a un guiri, con mi vieja polaroid, en la que está Pere con su mejor sonrisa mirando a la cámara, echándote un brazo por encima del hombro. Eso, porque tú posabas en medio de los dos (tras nosotros el mar), muriéndote de risa, no sé por qué... O sí; sí: porque yo había soltado un chiste malo que te hizo insospechada gracia. Luego dije: “Venga, digamos guiri, guiri, guiri...” Y, como no parabas de reír, te quise propinar un caderazo y saltó un inoportuno ¡clic!, o sea el guiri, o sea la foto... ¡Joder, qué mala pata! Le digo cenquiu soumach al tío, tomo la cámara, vemos revelarse la foto al instante... y estáis los dos genial. Yo, en cambio, parezco un tronchado convulso y descalabrado, girando desordeno el cuerpo hacia ti. Para más inri, con los ojos cerrados. “¡Mierda: Hay que sacar otra!”, suelto. “De eso nada, monada. Así te quedas, para la posteridad”, me rebates con una determinación que tiene algo de burlona coquetería. Ahora encima os reís más... y yo también, contagiado. ¿Te acuerdas...? Aquello sucedió hace unos cuantos años, ¿verdad? No lo sé precisar. O tal vez no... ¿Miralles? ¡Ah, sí! Decía Mark Twain que, de pequeño, podía recordarlo todo, hubiera sucedido o no. Y a mí también me pasa todavía; te lo confieso. Es curioso... Por un momento he pensado que quizá esa vieja polaroid sólo ha existido en mi voluntad de verte, de tenerte en mi álbum de recuerdos, entre los míos. Tal vez toda esta ilusión la han previsto las arcanas y caprichosas conexiones sinápticas que se entrecruzan afanosas en mi cerebro, instigándome a recortar la inverosímil distancia que nos separa... Mientras consiento que te fugues de mis sueños, para hacerte más presente que nunca, para volverte real. Por eso, sí, ahora te veo. Como diga o como sea, antes de preparar la maleta, buscaré esa foto. La tengo que encontrar, sí sí, porque he decidido llevarla siempre en mis viajes, conmigo, junto al cuadrito de mis hijas en Túnez, que ya forma parte invariable de mi equipaje. Te llevaré junto a los míos, Miralles, en mi memoria... y seguiré dando fe del amor que te profeso en esta suerte de literatura que, como apunta Salvador Pániker, tal vez no sea sino una determinada forma de organizar las palabras, pero que, en lo que nos concierne, es la mejor manera que he encontrado de emitir mis señales, de reinventarme para ti, de mantenerte increíblemente plena aquí (¡ven, venga!), siempre a mi lado. 

21 abril, 2013

EN EL CORAZÓN DE LA NOCHE

Blue Moon - Michael Naples
Doce de la noche, de la noche de un junio de cortas y espléndidas noches, de lunas ávidas, grillos y cigarras, de olorosos tilos y dondiegos en flor. Noche de cerveza tostada y lenta, degustada a solas, lejana añoranza del cigarrillo innecesario, el vinilo susurrando un piano íntimo, este pliego que emborrono... Todo ello, y tanto más que callo, trenza el responso que me avecina a tu recuerdo, querida Miralles, mientras te haces presente y me envuelve cálido el momento en sus tules añiles y cenicientos. La noche: Noche de vaporosos cendales en la que amarro mi fantasía, mecido por una brisa que reclama tu recuerdo con el susurro de soplos imperecederos. Noche de quimeras, bella rada desde la que los brillos acerados de un mar profundo hurgan en la memoria del tiempo que hicimos nuestro, y me vuelven hacia ti para hablarte, como sólo puedo hablarte, ajeno al mundo con el que a diario forcejeo.
Pretendo llegar a ti, alcanzarte, dondequiera que estés, Miralles, porque soy uno de esos hombres a la antigua, que ven en las cartas un medio de trato, y de los más bellos, como decía Rilke, que yo también digo. Siempre que te escribo, me emplazo ante un espejo, hablándome para ti. Es esta idea del espejo, que me visita con asiduidad; el recogimiento, la muda voz interior. La idea también del silencio. Un silencio como el que se ha impuesto ya hace unos minutos, según terminaba la música y se retiraba la aguja de mi viejo y querido Marantz, con su mecánica retracción; este silencio, del que me apropio, apenas quebrado por el deslizarse de la pluma sobre el papel. Estelas de tinta azul, Miralles. Te escribo con nocturna tinta azul, regresando a mí mismo y sabiendo que esa libertad de entrarme y mirarme por dentro (la libertad misma) va dejando de ser un mero concepto, para convertirse ante ti en un sentimiento real y vivo, algo que, siquiera desde esta imposible distancia, vuelvo a compartir contigo...
Pero me tienta el sueño, noto el impulso de disiparme en la noche, tal que se disipa una estrella fugaz, un pensamiento aislado, un instante. Siento que todo pasa por mi mente, insinuando una imagen de cielo boreal, y ya me voy, como si cuanto he vivido en estos últimos minutos fuera el rastro de una vela que hiende furtiva el aire, un reflejo del último rayo de sol millones de veces atardecido, el remoto eco de un deseo en el corazón de esta noche, tan especial como estrictamente tuya... Mientras te imagino inspirando aquellos versos al mejor Neruda: Me gusta cuando callas porque estás como ausente / y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca...

14 abril, 2013

PLAZA MOLINA

Central Savings - Estes



Tengo ante mí un cortado humeante, sobre la barra de un bar de Plaza Molina. Pronto serán las nueve y Barcelona se despereza lentamente, para recibir esta mañana de domingo. Entrando a raudales por las cristaleras, el sol nos calienta la espalda a la media docena de parroquianos que salpicamos la barra. Periódicos abiertos, cafés, zumos y cruasanes, algún cigarrillo encendido, caras evocadoras del sueño último, recién estrenadas para el transcurso de un día que se anuncia espléndido y vernal...
Buenos días, Miralles. Hace veintitantos años, ahí fuera, sentado en un banco de esta misma plaza, escribía la primera y emocionada carta de amor que marcaba el comienzo de la más bella historia de mi vida; una historia que, por más que imaginara imperecedera, un día sin embargo se disipó, sin que yo supiera reavivar las ascuas del amor que durante tanto tiempo mantuvo su llama. Te lo conté después de inventariar mis silencios; te hablé de lo que supuso para mí protagonizarla y te confié también su final. Recuerdo haberte trasladado, entonces, la idea de que el amor se nutre de su carácter provisional; en última instancia, de la certeza de su propia extinción. Tal vez sea así; aún, la verdad, no lo sé. Lo cierto es que ahora vuelvo la vista atrás y observo el pasado con ternura. Nada me duele, no temo sentir siquiera una punzada de nostalgia. Tampoco la tuve cuando, recientemente, miraba en los álbumes de fotos el tramo penúltimo de mi biografía y pasaba espaciosamente las páginas, con la sonrisa de quien, a pesar de sus faltas, se ha conciliado con lo vivido. Pensé en toda la gente maravillosa que me acompañó y me hizo dichoso durante aquellas dos décadas. Fotografías y recuerdos, igual que el viejo tema de Jim Croce; instantáneas tan adheridas al cartón negro, por el paso de los años, como tatuadas en la memoria de ese mito prescindible que, según F. Crick, es el alma. Todo está en su sitio, concluyo. Y está bien que así sea.
Como en aquel ayer hice, sentado en un banco de Plaza Molina, que ya no existe, ahora borroneo mi libreta de bolsillo, pero esta vez para dirigirme a ti. Y cuando te refiero mis registros más íntimos, intento poner mimo y detalle, porque al hablar de sentimientos, los matices cobran una importancia terminante. Sí, pienso ahora mismo en lo hermoso que es contar contigo; saber que nos tenemos, Miralles, incluso para compartir el silencio. Una sensación agradable se me cuela en el pecho, cuando te imagino dormida en una paz de nenúfares que te torna singularmente presente en este renacer primaveral. Y porque cada día es nuevo, a pesar de las rutinas y los envoltorios, estoy de nuevo aquí, a tu lado, para contártelo; a tu lado, de donde nunca me he ido, por cierto. Hoy, que regreso a casa, salvaré los cientos de kilómetros que median entre nuestras ciudades, volveré a mis quehaceres tras estos días de asueto... Pero te llevaré conmigo, y, junto a ti, a mi otra gente de aquí, como hago desde que tuve la fortuna de descubrir que la vida es muchísimo más hermosa teniéndonos como amigos.
Apuro un resto frío del café y pago antes de cerrar este cuaderno. Miro afuera, tras los cristales, dejando que mi memoria vaya más allá de lo que existe: Reinvento el banco, el recuerdo de Plaza Molina, bajo el cielo recortado y luminoso de la ciudad, y caigo en la cuenta de que miro la mañana como invariablemente te miro a ti cuando te escribo; como si todo cuanto alcanzo a ver se me presentara a los ojos diáfano y limpio. Como si afortunadamente mirara las cosas bellas como las mira uno, entre sorprendido y feliz, cuando lo hace por primera vez.

07 abril, 2013

EN LA ENCRUCIJADA

Juego de Damas - Fini


Atrapo al vuelo una hoja para escribirte, porque no dejo de pensar en ti estos días, Miralles. Sin otro motivo que el de darme contento, te hago presente. Y, ahora que lo pienso, recuerdo haber tenido alguna idea suelta para emborronarte una carta, como si fuera un pretexto o una flor con la que aparecer a tu lado; pero, por más que rebusque en mi materia gris, se me ha ido la muy santa al cielo. Esta memoria mía me da olvidos por calabazas, con una osadía que tiene algo de revancha, cada vez que la quiero embaucar para mis planes y que apelo a esa secreta complicidad que deberíamos tener como viejos amantes. Supongo que eso de borrarme una ocurrencia es el único modo que encuentra (mi memoria) para que vuelva a ella, condenada celosa, pues adivina mi cerebro revestido de otros afanes y ocupaciones. Sea como sea, no me enfado; me resigno a entenderla.
Pero ideas, decía; pensamientos que me hubiera gustado compartir contigo. Advertía Noel Clarasó que de muchas de nuestras ideas no nos habríamos enterado jamás, si no hubiéramos sostenido largas conversaciones con otros. Lo suscribo. De hecho, a veces me ha sucedido algo así en mis ratos junto a ti: Objetivaba lo que sentía, te lo participaba y, casi sin querer, me encontraba dando forma a una idea... e incluso a una conclusión: ese lugar, como alguien dijo, al que uno llega cansado de pensar.
Cosa de ser, titulé un texto hace meses, envuelto por una confortable sensación de gratitud. Cosa de pensar diría hoy de este pasaje, considerando los avatares de mi vida reciente. Somos pura experiencia, Miralles; una decantación de lo vivido. Por eso, lo que ahora soy proyecta sombras entreveradas del pasado que me conforma y de la expectación que el día a día arroja hacia delante; lo cual me sitúa en una encrucijada, propinándome cierta dosis de indecisión. En esas estoy: Sé que no necesito distracciones hueras; tal vez por eso, llego de ahí fuera, de la calle, y ando tentado de atrincherarme y enmudecer. «Y, entonces, ¿qué haces?», me preguntarás. Pues me recuerdo que cuanto existe y tiene vida está teñido por su propia provisionalidad: el árbol, el pez, el ser humano; también un pensamiento científico, el amor, la más brillante de las conjeturas... Y, cuando observo cómo todo pasa, trato de mirar hacia dentro, de cultivar mis humanas simpatías, mientras sigo batiéndome entre mis propios registros, intuitivos, sensoriales, francos, y los que me presta el mundo para adaptarme a su compleja realidad, más prácticos y convencionales. Qué; qué piensas: ¿Crees que me estoy explicando? Al menos sonríe, venga, como hago yo cada vez que me remango hasta las cachas ante ti. Porque, vaya, confieso que tampoco me va mal con mis dilemas. Sé que aparecen y que están para ser superados, éste y tantos otros atolladeros, y ya te iré dando cuenta de todo cuando, también todo, se repose; tal vez a resultas de inventario.
Entretanto, paro un momento, observo cómo atardece, ya cada vez más tarde, y compruebo que este sol tibio y huidizo no regatea una pizca de luminosidad al cielo de esperanza que vislumbro. Pienso en mis coordenadas y me siento despejado. Algo se mueve en mi interior y eso casi siempre está bien, ¿no te parece, querida Miralles?
«¡Ah, la vida!», cuántas veces nos lo habremos dicho en suspensivo. Todo tiene su ritmo y, según éste, aquélla cursa, las cosas suceden... Y, en definitiva, ambos sabemos que lo peor que le puede pasar a uno es, sin lugar a dudas, que no le pase nada... Porque, como dijo Charles K. Williams, en eso consiste, al fin y al cabo, ser humano. En no excluir nada: ni una estrella, ni un ruiseñor, ni una sola lágrima.

 
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