15 julio, 2012

AQUELLA VIEJA PLEGARIA

La condición humana - Magritte

A día de hoy, no tengo pensamientos profundos acerca de la vida, ni del momento en que se encuentra el mundo que habitamos. Pero y qué, me digo. Estoy acostumbrado a moverme entre mis límites, de modo que observo con curiosidad lo que acontece y aprendo de otros, un poco a ras de suelo, sin grandes pretensiones. Luego, tomo notas y en ellas me prolongo, aprovechando ese algo de viento a favor que con frecuencia infla mis velas. Y debe de ser por esto que continúo aquí y ahora, renovándome, a pesar de las trampas del tiempo, pero gracias a la bendita certidumbre de saberme bien, de saberme vivo.
Así es que escribo desde lo que ahora soy, pero también desde las incontables posibilidades de ser que dormitan en mi interior. Hoy es lo que hoy hago; mañana, ya veremos. Porque no puedo sustraerme al hecho de que mis células, en permanente y programada apoptosis (con perdón), por miles de millones se suiciden y renueven casi al completo cada dos años, haciendo de mí un viejo-nuevo individuo. En línea con lo que apunta Bauman, convertimos nuestra existencia en una obra de arte, en la medida en que nos rehacemos invariablemente. Y, químicas neuronales aparte, también lo tengo anotado en mi prontuario: Frecuentemente caigo en la cuenta de que tengo que cambiar, para seguir siendo yo mismo... Porque rehacerse uno, es lo suyo; un proceso fascinante, una asombrosa vorágine celular de la que sólo se libra el cerebro: el cerebro,donde está todo, como dice Damasio. De manera que, concernido por el mundo y por la vida, y armado con una esperanza discreta, el mío, mi cerebro, mira, reflexiona, escribe... e intenta reconocer cada nueva versión del personaje que le cobija en el impredecible espejo de los días. Tal es mi singladura cotidiana, y de ella germina la modesta literatura que hilvano con paciencia y obsesión, lenta, llanamente, como si hacia la lentitud y la llaneza se obligaran a llevarme mis pasos, pese a lo lioso y absurdo que resulta, para el tipo común que soy, comprender esto que llamamos la vida.
Después de todo, simple o no, renovado o también, al escribir ambiciono ser leal con lo que siento. Y, quizá para no olvidarlo, mis dietarios van encabezados por aquella vieja plegaria que, por más agnóstico que me tenga, tanto y tanto rezo: «Que Dios me conceda serenidad,para aceptar las cosas que no puedo cambiar; valentía para cambiar las que sí puedo, y sabiduría para ver la diferencia».

08 julio, 2012

VIRTUDES CARDINALES

Dentro y fuera - Iturria

No es nuevo afirmar que el liberalismo en el que vivimos se nutre de la individualidad y la indiferencia; que alienta una concepción de la libertad negativa, en virtud de la cual se permite hacer todo lo que las leyes no impidan, pero excluyendo objetivos relacionados con el civismo, la solidaridad, el compromiso humanitario. La sociedad liberal promueve valores como el éxito fácil, el enriquecimiento fácil, el reconocimiento fácil, creando un contexto en el que la libertad se ejerce sin un planteamiento al servicio de la comunidad, y liquidando el sentido de la responsabilidad individual. Por esto vivimos en un medio tremendamente atomizado, en el que cada quien persigue su interés propio o corporativo, diluyéndose la idea de que para que una sociedad funcione tiene que haber un interés común.
Decía Rousseau en El contrato social que, en una democracia, las personas han de renunciar a una parte de su voluntad individual para construir una “voluntad general”, en favor de la colectividad. Pues bien, en nuestra democracia representativa, lo que se defiende sobre todas las cosas es el beneficio particular. La ausencia de pactos ante la crisis actual, refleja esa falta de perspectiva en torno al interés común. Así, la crisis no solamente tiene que ver con la economía y la política, también con la ética (el interés común no puede ser ayudar a la Banca y olvidar a los más desprotegidos), y se están cruzando demasiadas líneas rojas en los últimos años, hasta el punto de que peligra seriamente el Estado del Bienestar. Mientras esto sucede, cabe preguntarse: ¿Podemos hacer algo, para que el mundo vaya mejor?
A finales de mayo asistí a una conferencia sobre ética de Victoria Camps, quien hizo una sugestiva reivindicación de aquellas virtudes cardinales (justicia, prudencia, fortaleza y templanza) que el cristianismo sintetizó de las aristotélicas. Habló de la justicia, que busca corregir la desigualdad distribuyendo desigualmente los bienes básicos, como el valor fundamental de la ética, porque nos remite al concepto de solidaridad, y éste al de respeto, al reconocimiento de la dignidad del otro. No en vano, respeto viene de respectare, que significa «volver a mirar».
En el sentido clásico, prudencia significa adaptar la norma general a la situación concreta, algo tan importante en muchos desempeños públicos, desde el momento en que la burocracia parece ciega cuando aplica la norma pero no ve a la persona. Como la Ley no puede ser aplicada a cada quien de la misma manera, hay un margen de discrecionalidad relacionado con la prudencia, es decir: con la búsqueda de una actuación adecuada.
Finalmente, habló de la fortaleza, que quiere decir coraje, valentía para criticar y denunciar... pero también para reconocer; y de la templanza, sinónimo de moderación y comedimiento, del saber dominarse. Pues la ética no es sólo una cuestión de raciocino. Cultivar las virtudes —decía Victoria Camps— tiene que ver con gobernar los propios sentimientos y emociones, al servicio de los valores humanos. Si la ética prescinde de estos valores, no prosperará. Y, sin una ética basada en el compromiso, la felicidad será mucho más cara de conseguir.
En un pasaje de la honrada y conmovedora película de Guédiguian, Las nieves del Kilimanjaro, Michel, un viejo y comprometido luchador, pregunta a su mujer:
—¿Si nos viéramos a nosotros mismos desde nuestra juventud, qué crees que habríamos dicho de lo que ahora, con 50 años, somos?
Y ella, Marie-Claire, le responde con una bella y decorosa clave:
—Habríamos dicho: Se les ve felices. Y para ser así de felices, no han debido hacer sufrir a nadie... y seguro que nunca han sido indiferentes a lo que les pasaba a los demás.

01 julio, 2012

BASTIÁN, LOS PAJARILLOS Y UN NIÑO QUE LLORABA

El poeta con los pájaros - Chagall

En el reloj de la iglesia dan las siete. Permanezco con los ojos cerrados, en el jardín de BB, sobre una tumbona dirigida hacia el sol. Al otro lado del seto, en la casa colindante, Bastián juega con su balón. Cada pequeño brinco que da, el rodar, el bote de la pelota, suenan en la grava de su parcela con ese frufrú de piedritas contra piedritas, minúsculos ruidos fragmentados... Pero el sol prevalece; un sol que baña cada partícula de mi piel, cuando un niño llora a lo lejos desconsolado. Parece que no le hagan caso, y me digo que ya se calmará. Porque luego están los pájaros, que gorjean alborozados: gorriones y jilgueros, tal vez algún mirlo. Este sol vespertino les vivifica (Bastián entra en su casa, dejan de sonar sus retozos por la grava). También corre un poco de aire, se agitan las ramas de las rustifinas, tan prolíficas las rustifinas, aferrándose a cualquier pretexto biológico para retoñar. Cruzan la cercana plazuela tres o cuatro chicas; hablan a la vez, con desenfado, y apenas entiendo lo que dicen, pero ríen y, por cómo ríen, parecen muy contentas... y muy jóvenes. De lejos, un coche pasa y se va; de lejos, el niño ya no llora.
Detecto una brecha de silencio y, después, las suaves caricias de la brisa; mi respiración relajada, mis sentidos memorizando el lento declive de la tarde, el momento en que agoniza junio, y la idea de que con él se irán estos minutos, irrecuperables... Y no habrá nada que le haga recordar a Bastián que ha estado jugando con su pelota; el niño de lejos no llorará igual, las chicas se volverán a juntar y reirán, sí, pero distintas; los pajarillos trinarán desde a saber qué ramas y solamente el reloj de la iglesia permanecerá impasible, refrendando con sus campanadas el transcurso de un tiempo huidizo y convencional. Y el sol... Este sol es y será también otro, me digo, mientras pienso en Bastián, los pajarillos y el niño que lloraba. Entreabro los ojos. Hay una luz rasante increíblemente dorada, que me invita a sumirme de nuevo en la agradable opacidad de mis párpados. Pero venzo la tentación de hacerlo, dejo la tumbona y entro en la casa; quiero capturar este soplo de tiempo, por insignificante que parezca, deseo que perdure. Así es que cojo un papel, un lapicero; me digo que lo voy a escribir... Y lo escribo.

 
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