Madrugué, porque mi sueño no entiende de vacaciones, y era un día cualquiera de la tercera semana del pasado agosto. Desde la terraza, vi cómo se asomaba un sol prometedor en el perfil del horizonte que enaltecen las cuatro torres de la ciudad. Frescor matinal, sumamente agradable, que luego remontaría hasta poco más allá de los 20º. Pura delicia de día, un auténtico regalo para una jornada que no tenía nada de particular. Recogí un poco la casa, limpié a fondo el frigorífico, fui hasta el Punto Verde con chismes de complicado reciclaje y me preparé una comida fresca y frugal... antes de ir a la piscina, para darme un chapuzón y tomar el sol. Sin prisa, con todo el tiempo del mundo. De lujo marujo.
Sobre la bici (en bermudas, la toalla al cuello), pedaleé hacia El Estadio por entre los formidables castaños de La Senda, casi vacía, con una sensación de bienestar creciente que me hacía respirar a fondo. Mis sentidos se habían puesto a tono, detectando la porción de vida que los envolvía. Recibí, capté sus mensajes... y recordé el escrito que hice sobre Nanou, hace un año, valiéndome de su fuerza y su encanto juvenil, para expresar la sensación de plenitud que he sentido en momentos puntuales de mi vida. Y si pensé en ello fue porque la energía insólita que esa mañana me invadía era la misma que pasé a limpio en aquellas líneas de entonces. Un gozo radiante me surcaba el pecho y el vientre, como una salva de aire, ensanchándose por mis brazos aferrados al manillar, mientras la brisa me acariciaba con alborozada confianza. Me mantuve suspenso, dejándome asaltar por una pleamar que me inundó de vida... Fueron unos pocos segundos, pero, cuando sucedía, deseé gritar de gozo. O cantar o brincar o sonreír o abrazar al primero que se me acercara... Y me pregunté: ¿Puede haber algo más parecido a la felicidad?
Probablemente una experiencia tan deliciosa puede ser explicada en términos de descargas del sistema nervioso (conexiones sinápticas y neurotransmisores, pura química), gestadas al haberse filtrado e interpretado muy positivamente los pequeños acontecimientos del día, las inmediatas experiencias cotidianas. Lo cierto es que, en esos momentos, uno se siente tan involucrado en la vida, tan concernido por ella, que se sabe parte de cuanto existe a su alrededor, sin que ningún pensamiento extraño llegue a importunarle. Durante unos instantes, es consciente de que todo es pleno, luminoso, armónicamente fluido. Se establece una conducción perfecta, una sintonía entre uno y su mundo inmediato; las cosas están en su sitio; y uno también, entre ellas.
Así sucedió mientras pedaleaba, en la soleada mañana de aquel día de la tercera semana de agosto. Y es la última vez que puedo contar que, durante un soplo de tiempo y de vida, sentí profundamente que era feliz.
Sobre la bici (en bermudas, la toalla al cuello), pedaleé hacia El Estadio por entre los formidables castaños de La Senda, casi vacía, con una sensación de bienestar creciente que me hacía respirar a fondo. Mis sentidos se habían puesto a tono, detectando la porción de vida que los envolvía. Recibí, capté sus mensajes... y recordé el escrito que hice sobre Nanou, hace un año, valiéndome de su fuerza y su encanto juvenil, para expresar la sensación de plenitud que he sentido en momentos puntuales de mi vida. Y si pensé en ello fue porque la energía insólita que esa mañana me invadía era la misma que pasé a limpio en aquellas líneas de entonces. Un gozo radiante me surcaba el pecho y el vientre, como una salva de aire, ensanchándose por mis brazos aferrados al manillar, mientras la brisa me acariciaba con alborozada confianza. Me mantuve suspenso, dejándome asaltar por una pleamar que me inundó de vida... Fueron unos pocos segundos, pero, cuando sucedía, deseé gritar de gozo. O cantar o brincar o sonreír o abrazar al primero que se me acercara... Y me pregunté: ¿Puede haber algo más parecido a la felicidad?
Probablemente una experiencia tan deliciosa puede ser explicada en términos de descargas del sistema nervioso (conexiones sinápticas y neurotransmisores, pura química), gestadas al haberse filtrado e interpretado muy positivamente los pequeños acontecimientos del día, las inmediatas experiencias cotidianas. Lo cierto es que, en esos momentos, uno se siente tan involucrado en la vida, tan concernido por ella, que se sabe parte de cuanto existe a su alrededor, sin que ningún pensamiento extraño llegue a importunarle. Durante unos instantes, es consciente de que todo es pleno, luminoso, armónicamente fluido. Se establece una conducción perfecta, una sintonía entre uno y su mundo inmediato; las cosas están en su sitio; y uno también, entre ellas.
Así sucedió mientras pedaleaba, en la soleada mañana de aquel día de la tercera semana de agosto. Y es la última vez que puedo contar que, durante un soplo de tiempo y de vida, sentí profundamente que era feliz.