11 de abril.
Desde que, en junio, terminé la carrera suelo venir a hacer cross-trainer en el gimnasio. Media hora sintiéndote como una esquiadora de fondo noruega, en un paisaje fitness que huele a ungüentos y a sudor matizado por una higiene mayormente saludable. Hoy me encontraba sola en una hilera de varias máquinas, mientras en otra zona varios pavos se afanaban en derretir calorías a media tarde. Estaba a diez minutos de terminar, cuando ha entrado un tipo (de unos 50, calculo, algo menos que mi padre) y se ha subido a la máquina que estaba a mi izquierda. Precisamente. «Hola», me saluda; «hola», contesto. Sin más. He sabido que al menos en una ocasión me miraba... aunque no de un modo descarado. No creo siquiera que haya deslizado la vista hacia mi pecho y menos hacia mi trasero o mis piernas (llevaba un short). Lo digo porque nunca me han gustado un pelo esos cincuentones que te repasan con increíble descaro o aprovechan la mínima para largarte un par de comentarios supuestamente graciosos, y entablar una ridícula conversación que les haga creer ilusamente que están ligando. Es decir, que aún pueden ligar. Los detesto con ganas. Pues vaya, deseando que éste no fuera de esos, he hecho por distraerme, yo a lo mío, hasta que he notado que, él también, comenzaba a transpirar. Sin mirarle, era fácil advertir el esfuerzo, su manera de inhalar y expulsar el aire: relativamente contenida, profunda, casi melódica. Entonces he pensado algo tan estrambótico como que ambos estábamos en la misma onda, jadeando de un modo rítmico que por momentos parecía acompasarse... Y, de repente, he sentido que esa respiración ajena se me hacía cercana, no sé; armónica, agradable... Pero, ¿qué te está pasando, Naiale? Me he asombrado, tentada por un insospechado impulso de mirarle. ¡Ya te vale, tía! Sin embargo, algo conmovía superficialmente mi vientre: un caracoleo leve como una cosquilla; ese algo hinchaba mi pecho, falto de aire, y me ha llevado a tragar saliva y beber un poco de agua del botellín que siempre tengo a mano. Cuando le he vuelto a mirar, se ha girado hacia mí sudoroso, brillante... Nos hemos sonreído cumplidamente y he enrojecido de vergüenza, más allá del esfuerzo. ¿Por qué estaba deseando acercarme a él hasta rozarle? ¿Por qué, al sentirle respirar, me he imaginado colándome en la ducha de su vestuario, para besarle bajo el agua y abrazarle...?
El pitido final del programa me ha sobresaltado. He bebido un resto de agua y me he secado el sudor de la cara con la toalla. Al bajar de la máquina, presentía que él estaba pendiente de mí y he comenzado a andar hacia el vestuario un tanto nerviosa, con necesidad de soltar de golpe el aire...
«¡Adiós!», me ha dicho entonces. «¡Adiós!» me he girado para contestarle y he visto una franca sonrisa iluminando su expresión, en medio del esfuerzo; una serena y madura mirada. Luego, cabeceando incrédula, he bufado largamente, camino de los vestuarios... Y todavía he estado un buen rato sonriendo, bajo el agradable chorro hilado de la ducha.
«¡Adiós!», me ha dicho entonces. «¡Adiós!» me he girado para contestarle y he visto una franca sonrisa iluminando su expresión, en medio del esfuerzo; una serena y madura mirada. Luego, cabeceando incrédula, he bufado largamente, camino de los vestuarios... Y todavía he estado un buen rato sonriendo, bajo el agradable chorro hilado de la ducha.