Rescato una anécdota familiar, que recuerdo con cariño: Anna, mi hija pequeña, apenas tenía doce años, hace ahora cuatro. Ambos estábamos en la sala, yo hojeando una revista, ella viendo en la tele uno de esos magazines intrascendentes, plagado de absurdas discusiones. A nada que uno prestase un mínimo de atención al programa, podía ver que era realmente malo. Entonces, como venía a cuento con lo que estaba sucediendo en el plató, le pregunté quién le parecía que generalmente domina una conversación entre dos personas: la que habla o la que escucha.
—Aunque puede haber más de una respuesta —le advertí con cariñosa guasa—, es una pregunta para niñas inteligentes.
Después de pensárselo durante unos segundos, Anna me respondió:
—La que escucha.
Entonces, bastante sorprendido, volví a la carga:
—¡Vaya! ¿Y por qué supones que es así?Después de pensárselo durante unos segundos, Anna me respondió:
—La que escucha.
Entonces, bastante sorprendido, volví a la carga:
—Pues la verdad es que no sé muy bien —me contestó tan pancha—. Pero, como me has dicho que era una pregunta para niñas inteligentes, he imaginado que la contestación sería la contraria de lo que parece.
La inmaculada lucidez de los niños puede llegar a ser admirable. Dio igual sobre qué hubiera ido la pregunta. No pude por menos que sonreír y estrecharla contra mí.
—Muy bien, chata —le dije—: Un once en perspicacia.