08 febrero, 2009

LOST IN TV

La casa de la casa de la casa... - Iturria

En el televisor hacían un barrido visual de la calle, una calle en una ciudad cualquiera. A paso rápido, la cámara seguía a su reportero pertrechado con un micrófono, buscando la noticia entre la gente. Entonces he podido entrever, en una esquina, por un instante, a un hombre en cuclillas, con la mano abierta y llagada. La cámara lo ha dejado a un lado, obcecada en adentrarse en el tumulto que rodeaba a una mujer joven y atractiva, tal vez famosa. Ya la tiene enfocada; el reportero se abre paso a codazos hacia ella... Y yo apago la tele; no me interesa. Sin embargo, algo permanece en mi retina tras esa sucesión de imágenes: una instantánea que poco después consigo integrar. Aquel hombre con la mano extrañamente agujereada era un mendigo... y lo sé porque en su hueco cabía una moneda.
Dejo la sala, recalo en el estudio, me acerco a la ventana. Alguien detrás de mí susurra mi nombre. Imposible, me digo, estoy solo en casa; y no me vuelvo. La nieve se derrite por segundos, como la luz poniente del día. Miro la calle vacía, miro por mirar la moribunda tarde, y veo ahí abajo a un hombre hurgando en un contenedor. Viste ropas sucias y ajadas, va forrado de harapos como un viejo clochard, tiene una bolsa de plástico en una mano y en la otra un... una gran llaga... ¡No puede ser! Siguiendo un repentino impulso, corro de un modo impremeditado hasta la cocina, preparo un bocadillo al voleo, cojo una lata de cerveza de la nevera y, franqueando la puerta, sin tiempo para esperar al ascensor, me lanzo escaleras abajo. Cuando salgo al frío de la calle, en mangas de camisa, allí no hay nadie. Permanezco perplejo, clavado en mitad de la calzada, de la nieve sucia y gris, girando el cuello a uno y otro lado... El contenedor, mudo testigo de una imposible confesión, está abierto. Voy hasta él como un autómata, haciéndome absurdas preguntas; lo cierro de un golpe seco y me inunda una vaharada de fétido olor a podredumbre. Finalmente subo cabizbajo. Bocata, lata en mano, ahora tomo el ascensor.
Incomprensiblemente, el televisor está encendido cuando entro en casa. ¿Acaso no lo había apagado? ¡Qué extraño domingo!, pienso yendo al baño. Me miro en el espejo y oigo cómo una voz, tras de mí, susurra nuevamente mi nombre. Pero estoy solo y, por esto, no me vuelvo. Al hilo del último suceso, me encuentro pensando en toda esa gente anónima y proscrita, condenada a vivir eternamente de nuestra escoria. Otra vez la voz que me nombra... Voy a quitar ese ruido de la tele. No estoy soñando, lo sé. Y, sin embargo, lo único que parece real a mi alrededor es ese locutor que mecánicamente habla al parecer del fútbol de hoy, y habla y habla y habla... Mientras retóricamente me pregunto: ¡Dios mío, hasta cuándo...!

 
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