Vivimos en un mundo de transformaciones sin precedentes. No descubro nada nuevo, si me aventuro a decir que lo de hoy no valdrá mañana, del mismo modo que ahora ya no sirve lo de ayer; que todo cambia de tal manera que subsistimos instalados en el vértigo. Como tampoco es revelador afirmar que esta ambición omnipotente del género humano pone en peligro su propia supervivencia y la de cuanto le rodea y da la vida. Que mientras nos atrevemos con la exploración del cosmos, condenamos la Tierra al caos. Que vivimos en un equilibrio ficticio, precario, insostenible. Que aspiramos a vencer las enfermedades, a vivir más tiempo, pero a la vez profanamos con nuestros vertidos el frío natural del invierno y el calor del verano. Que nuestro anhelo de mayores comodidades nos mueve a saquear sin escrúpulos los recursos naturales; que exigimos todo tipo de alimentos en cualquier estación del año, indiferentes a las cosechas y a los ciclos. Que mientras desafiamos la velocidad de la luz y diseñamos tecnologías insospechables, desarrollamos armas que ponen en peligro nuestra propia continuidad y la del planeta... Tampoco añado algo a lo ya sabido, si denuncio que este ser humano evolucionado aún no ha sido capaz de controlar su pánico, no ha extirpado el hambre y la miseria ni abolido la violencia; nada agrego, si manifiesto que desconoce la paz, que crea ciudades y espacios opresivos para vivir a salvo de sí mismo, que vuelve la espalda a la Naturaleza de la que proviene, y si compruebo que, al contrario de lo que pretende, parece no sentirse más feliz que antes... No; ciertamente no descubro nada nuevo.
Pero, a pesar de todo, no he perdido cierta esperanza y a ella me aferro y con ella empuño mi credo. Esto es algo que quiero escribir hoy, en mi página, rodeado de esta bendita nieve, desde mis coordenadas binarias, en vísperas de la Navidad. Y no he perdido esa confianza porque, pese a los despropósitos con los que agitamos el mundo, creo firmemente en la insurrección de los actos cotidianos, en los pequeños compromisos, en el testimonio y en el ejemplo de tantos y tantos seres anónimos, responsables y solidarios. Deseo significar mi enorme fe en las personas, más que en el género y la condición que nos representa; renovar mi crédito en toda aquella gente admirable que, con su coraje por vivir, propaga por puro contagio la justicia, la libertad, la paz, el amor. De estas personas, a muchas de las cuales he tenido y tengo la fortuna de conocer, rescato su pundonor y cuanto de sí dan para sostenerse a sí mismas y a quienes les rodean. Son ellas quienes, casi sin proponérselo, consiguen con sus pequeñas acciones que el mundo que hoy tenemos y, el que día a día legamos, sea siquiera un poco mejor...
Después de Copenhague, y a pesar del lamentable ejemplo y las miserables desavenencias de nuestros mandatarios, quiero dedicar mis mejores deseos a tanta gente de buena voluntad como hay repartida por nuestro planeta; personas cuya munición no es otra que la esperanza, personas que trabajan con ahínco e ilusión, convencidas de que aún el cambio y otro mundo son posibles...
Por ellas, por vosotros y vosotras, hoy sonrío agradecido y levanto mi copa.
Pero, a pesar de todo, no he perdido cierta esperanza y a ella me aferro y con ella empuño mi credo. Esto es algo que quiero escribir hoy, en mi página, rodeado de esta bendita nieve, desde mis coordenadas binarias, en vísperas de la Navidad. Y no he perdido esa confianza porque, pese a los despropósitos con los que agitamos el mundo, creo firmemente en la insurrección de los actos cotidianos, en los pequeños compromisos, en el testimonio y en el ejemplo de tantos y tantos seres anónimos, responsables y solidarios. Deseo significar mi enorme fe en las personas, más que en el género y la condición que nos representa; renovar mi crédito en toda aquella gente admirable que, con su coraje por vivir, propaga por puro contagio la justicia, la libertad, la paz, el amor. De estas personas, a muchas de las cuales he tenido y tengo la fortuna de conocer, rescato su pundonor y cuanto de sí dan para sostenerse a sí mismas y a quienes les rodean. Son ellas quienes, casi sin proponérselo, consiguen con sus pequeñas acciones que el mundo que hoy tenemos y, el que día a día legamos, sea siquiera un poco mejor...
Después de Copenhague, y a pesar del lamentable ejemplo y las miserables desavenencias de nuestros mandatarios, quiero dedicar mis mejores deseos a tanta gente de buena voluntad como hay repartida por nuestro planeta; personas cuya munición no es otra que la esperanza, personas que trabajan con ahínco e ilusión, convencidas de que aún el cambio y otro mundo son posibles...
Por ellas, por vosotros y vosotras, hoy sonrío agradecido y levanto mi copa.