Renaissance - Hamed Quattara
Algo en mí se rebela contra la forma de hacer de los informativos de la televisión. Duele en el alma ver la imagen agónica de los ocupantes de un cayuco llegando a nuestras costas, la desolación causada por un terremoto, por la ira devastadora de un vendaval o de una violenta tormenta, en la secuencia de trágicas noticias que con demasiada frecuencia destilan los telediarios. Lo cierto es que los medios de comunicación están logrando que el humanitarismo se convierta en un espacio televisivo más, cuyo ingrediente esencial es el sufrimiento humano. Algo fácilmente apreciable en el tratamiento informativo que se da a las catástrofes: Las grandes desgracias mundiales parecen haberse convertido en reality shows de gran audiencia y el espectador se ha transformado, como dice M. Ignatieff, en un voyeur del sufrimiento ajeno, conmovido por la visión de las imágenes: los rostros prietos y deshidratados de quienes atraviesan el Estrecho, la longitud de la hilera de refugiados de Darfur, aguardando un exiguo plato de mijo, los últimos recuentos de víctimas en Perú, Tabasco o Bangla Desh... Actores reales de tan dramáticas escenas, los protagonistas de la consternación y el dolor consolidan la pujanza del género, ante quienes practicamos una piadosa solidaridad de butaca que, en el mejor de los casos, nos lleva a sosegar nuestra conciencia moral haciendo de vez en cuando un donativo.
Entonces es cuando uno se pregunta si este manejo cuasi amarillista del drama humano suscita realmente algún tipo de respuesta comprometida en el espectador. Y es que suscitando una ola de emociones pasajeras, cada vez que se origina una catástrofe, tal vez se consiga un mayor grado de sensibilización con el dolor y una puntual captación de fondos y adhesiones para una causa, pero no una acción moral efectivamente transformadora. Porque sólo se estimula la compasión, y no la comprensión del hecho: La imagen es definitivamente asimilada por el sufrimiento, quedando fuera de la misma el contexto en que se desarrolla. En consecuencia, cedemos a la pura piedad, a la vez que, casi sin otra perspectiva, renunciamos a un mayor compromiso. Y no se debe ignorar que con frecuencia las catástrofes no únicamente tienen raíces naturales, sino también políticas, ligadas a las posibilidades y capacidades humanas, físicas o tecnológicas que hacen tan vulnerable a una determinada región ante el acaecimiento de un desastre de cierta magnitud.
Por todo esto, los medios de comunicación, en general (y muy especialmente la televisión), deberían hacer un esfuerzo deliberado por ir más allá de ofrecernos imágenes. Tendrían que investigar, aproximándose a la contextualización de los hechos y a la búsqueda de responsabilidades, que inexcusablemente deberían formar parte de la noticia. Y deberían acercarse a la realidad, sin temor a la denuncia. Quizá así pueda quedar en algunos telespectadores un poso firme y permanente de compromiso, un tiempo después de que la actualidad sepulte la última catástrofe y se seque esa lágrima postrera que el sufrimiento de las víctimas nos hizo derramar en el telediario poco de antes de cenar.
Entonces es cuando uno se pregunta si este manejo cuasi amarillista del drama humano suscita realmente algún tipo de respuesta comprometida en el espectador. Y es que suscitando una ola de emociones pasajeras, cada vez que se origina una catástrofe, tal vez se consiga un mayor grado de sensibilización con el dolor y una puntual captación de fondos y adhesiones para una causa, pero no una acción moral efectivamente transformadora. Porque sólo se estimula la compasión, y no la comprensión del hecho: La imagen es definitivamente asimilada por el sufrimiento, quedando fuera de la misma el contexto en que se desarrolla. En consecuencia, cedemos a la pura piedad, a la vez que, casi sin otra perspectiva, renunciamos a un mayor compromiso. Y no se debe ignorar que con frecuencia las catástrofes no únicamente tienen raíces naturales, sino también políticas, ligadas a las posibilidades y capacidades humanas, físicas o tecnológicas que hacen tan vulnerable a una determinada región ante el acaecimiento de un desastre de cierta magnitud.
Por todo esto, los medios de comunicación, en general (y muy especialmente la televisión), deberían hacer un esfuerzo deliberado por ir más allá de ofrecernos imágenes. Tendrían que investigar, aproximándose a la contextualización de los hechos y a la búsqueda de responsabilidades, que inexcusablemente deberían formar parte de la noticia. Y deberían acercarse a la realidad, sin temor a la denuncia. Quizá así pueda quedar en algunos telespectadores un poso firme y permanente de compromiso, un tiempo después de que la actualidad sepulte la última catástrofe y se seque esa lágrima postrera que el sufrimiento de las víctimas nos hizo derramar en el telediario poco de antes de cenar.