Nemesius - Modest Cuixart
Hace cosa de un año materialicé la idea de abrir una ventana en internet y, por pequeña que fuera, pronto pude sentir que el aire que corría era ciertamente agradable. Manos a la obra, había resultado sorprendentemente sencilla la albañilería de manera que, allá por noviembre, oreé un par de textos como prueba. «¡Vaya, vaya...! —me sorprendí—: Al parecer, esto funciona.» Conque hice mis preparativos, amueblé una plantilla, como si de mi aposento se tratara, y de ahí se derivó el resto: Estaba preparado para inaugurar El alféizar.
Al caso, también decidí disfrazarme para la ocasión: Siendo crío (en casa teníamos la colección El Mundo de los Niños, uno de cuyos tomos era Mitos y Leyendas), me gustaba leer la historia de Dédalo y su hijo Ícaro, representando el viejo anhelo humano de volar..., aunque ellos lo hicieran para escapar del rey Minos y de Creta, cuyo laberinto el propio Dédalo había edificado. Cien años más tarde, leí el Ulises de Joyce, en cuyas páginas mora Stephen Dedalus, un estudiante británico en el Dublín de 1904, reflexivo y tímido, que evoca sus proyectos juveniles con el corazón a veces abatido, y siempre preocupado por encontrar la verdad. Pese a que mi cercanía al estudiante inglés y al arquitecto griego no fuera traducible en términos de un especial parecido, mientras yo elegía el calzado para iniciar mi nueva andadura, ambos me iban a prestar no sólo su nombre sino lo esencial de su indumentaria: un corazón para soñar y unas alas para volar.
De manera que El alféizar comenzó a ser mimado por Dédalus, mi alter ego, quien se mostraba en la red con mayor o menor inmediación, cada vez que yo giraba la falleba para abrir la ventana desde la que miro y escribo este cuaderno. Y sólo hace unos meses me asomé a ella en persona para editar alguno de los aforismos de ese Mi prontuario que, a golpe de inofensivos chispazos, voy componiendo. Luego, tal y como hube aparecido, volví a mi madriguera para ocultarme de nuevo, como un ratoncillo.
Sin embargo, días atrás un amigo me decía: «¿Y por qué no le pones, a lo que haces, tu propio nombre?» Sin una respuesta a mano, más allá del no-lo-sé, me pregunté: «¿Y por qué no...?» Conque llegado a este punto, me he animado a hacerlo. Nada sustancial ha cambiado; simplemente ahora doy la cara con mi nombre real... Y esta misma explicación podría perfectamente estar de más. Pero me ha apetecido dedicar unas líneas a mi otro yo, ése tras el que, confiadamente, me he guarecido durante un buen tiempo: A mi entrañable Dédalus, quien, a buen seguro, permanecerá fisgando sobre mi hombro cuando borronee cuatro notas o abra la ventana para asomarme a El alféizar.
En su nombre y en el mío propio, agradezco la cercanía, que tanto nos conforta, de cuantos nos leéis. Porque, estando ahí, si algo tengo claro es que lo que ambos hacemos os pertenece.
Al caso, también decidí disfrazarme para la ocasión: Siendo crío (en casa teníamos la colección El Mundo de los Niños, uno de cuyos tomos era Mitos y Leyendas), me gustaba leer la historia de Dédalo y su hijo Ícaro, representando el viejo anhelo humano de volar..., aunque ellos lo hicieran para escapar del rey Minos y de Creta, cuyo laberinto el propio Dédalo había edificado. Cien años más tarde, leí el Ulises de Joyce, en cuyas páginas mora Stephen Dedalus, un estudiante británico en el Dublín de 1904, reflexivo y tímido, que evoca sus proyectos juveniles con el corazón a veces abatido, y siempre preocupado por encontrar la verdad. Pese a que mi cercanía al estudiante inglés y al arquitecto griego no fuera traducible en términos de un especial parecido, mientras yo elegía el calzado para iniciar mi nueva andadura, ambos me iban a prestar no sólo su nombre sino lo esencial de su indumentaria: un corazón para soñar y unas alas para volar.
De manera que El alféizar comenzó a ser mimado por Dédalus, mi alter ego, quien se mostraba en la red con mayor o menor inmediación, cada vez que yo giraba la falleba para abrir la ventana desde la que miro y escribo este cuaderno. Y sólo hace unos meses me asomé a ella en persona para editar alguno de los aforismos de ese Mi prontuario que, a golpe de inofensivos chispazos, voy componiendo. Luego, tal y como hube aparecido, volví a mi madriguera para ocultarme de nuevo, como un ratoncillo.
Sin embargo, días atrás un amigo me decía: «¿Y por qué no le pones, a lo que haces, tu propio nombre?» Sin una respuesta a mano, más allá del no-lo-sé, me pregunté: «¿Y por qué no...?» Conque llegado a este punto, me he animado a hacerlo. Nada sustancial ha cambiado; simplemente ahora doy la cara con mi nombre real... Y esta misma explicación podría perfectamente estar de más. Pero me ha apetecido dedicar unas líneas a mi otro yo, ése tras el que, confiadamente, me he guarecido durante un buen tiempo: A mi entrañable Dédalus, quien, a buen seguro, permanecerá fisgando sobre mi hombro cuando borronee cuatro notas o abra la ventana para asomarme a El alféizar.
En su nombre y en el mío propio, agradezco la cercanía, que tanto nos conforta, de cuantos nos leéis. Porque, estando ahí, si algo tengo claro es que lo que ambos hacemos os pertenece.