Me levanté el pasado sábado de buena mañana y, apurando un café, pergeñaba un par de planes para la jornada cuando se me insinuó repentina una cierta necesidad de ponerme a escribir. Escribir, eso es, como un acto habitual más, nuevamente escribir. Me preguntaba entonces por qué siento que debo hacerlo; deber, como imperativo vital. Y dejando un poso de aguachirle en el fondo de la taza, cogí papel y un boli que tenía a mano, sin mayor propósito que escribir buscando saber por qué lo hago...
Pues bien, he aquí la cuestión y también he aquí la probable respuesta que se me reveló: Escribo sencillamente porque me ayuda a vivir. Y lo puse y lo digo así, con rotundidad, porque sé que al escribir, de algún modo, trasciendo sobre mi propia existencia. Pero, trascender, entendámonos, no en términos de perpetuarme (¡pobre de mí!), no como un modo de acceder a la Historia (después de todo, también cabría preguntarse: ¿y quién era ese tal Cervantes?). No. Cuando digo trascender, pienso en ensancharme sobre el presente, que se me escapa, en atrapar el ahora mismo en el que eternamente se desarrolla mi vida. Porque comencé a escribir cuando para mí era el momento presente y continúo haciéndolo en el que es mi momento presente. Será el momento presente, también, cuando ponga punto final a estas líneas...
Y es que soy ahora. Tal vez parezca insólito, pero esto es así.
—¿Usted escribe para la posteridad? —le preguntó un periodista a Groucho Marx.
A lo que éste contestó:
—La posteridad, la posteridad... Dígame, por favor: ¿qué ha hecho por mí la posteridad?
El tiempo que siento, el que vivo en lo cotidiano, me lleva a rehacerme constantemente. Mi pasado nunca es el mismo, se hace distinto cada día que transcurre. Y siento la necesidad de dejar constancia de ello, de dar fe de haberlo vivido y de confirmar que estoy vivo. Quizá por esto, algo en mi interior me emplaza a levantar acta del acontecer de mis días, del eterno devenir que decía Heráclito. Quizá por eso me ensayo en esta página abierta, mientras desnudo mi miedo (un miedo doméstico y familiar) a aventurarme en el cielo atormentado de otras empresas de mayor calado...
Y quizá por esto, también y una vez más, cobra sentido aquel epigrama que un día apunté de corrido en mi libreta de notas, cuando me aseveraba a mí mismo que siento la necesidad de escribir, cada vez que el alma me pide a gritos un espejo.
Pues bien, he aquí la cuestión y también he aquí la probable respuesta que se me reveló: Escribo sencillamente porque me ayuda a vivir. Y lo puse y lo digo así, con rotundidad, porque sé que al escribir, de algún modo, trasciendo sobre mi propia existencia. Pero, trascender, entendámonos, no en términos de perpetuarme (¡pobre de mí!), no como un modo de acceder a la Historia (después de todo, también cabría preguntarse: ¿y quién era ese tal Cervantes?). No. Cuando digo trascender, pienso en ensancharme sobre el presente, que se me escapa, en atrapar el ahora mismo en el que eternamente se desarrolla mi vida. Porque comencé a escribir cuando para mí era el momento presente y continúo haciéndolo en el que es mi momento presente. Será el momento presente, también, cuando ponga punto final a estas líneas...
Y es que soy ahora. Tal vez parezca insólito, pero esto es así.
—¿Usted escribe para la posteridad? —le preguntó un periodista a Groucho Marx.
A lo que éste contestó:
—La posteridad, la posteridad... Dígame, por favor: ¿qué ha hecho por mí la posteridad?
El tiempo que siento, el que vivo en lo cotidiano, me lleva a rehacerme constantemente. Mi pasado nunca es el mismo, se hace distinto cada día que transcurre. Y siento la necesidad de dejar constancia de ello, de dar fe de haberlo vivido y de confirmar que estoy vivo. Quizá por esto, algo en mi interior me emplaza a levantar acta del acontecer de mis días, del eterno devenir que decía Heráclito. Quizá por eso me ensayo en esta página abierta, mientras desnudo mi miedo (un miedo doméstico y familiar) a aventurarme en el cielo atormentado de otras empresas de mayor calado...
Y quizá por esto, también y una vez más, cobra sentido aquel epigrama que un día apunté de corrido en mi libreta de notas, cuando me aseveraba a mí mismo que siento la necesidad de escribir, cada vez que el alma me pide a gritos un espejo.