Ventana al mar - Hooper
He estado descansando unos días en Creixell, un pueblito mediterráneo de la costa tarraconense. Allí la primavera es más templada que en el norte, pero también encubre sus sobresaltos: esas repentinas tormentas que asaltan violentamente los caminos pedregosos de tierra rojiza, los pinos, olivos y algarrobos, las matas de arrayanes. Allí me fui casi con lo puesto, además del libro que ahora leo, mi bloc de notas, unos ejercicios de inglés que no he tocado (los de mi quinta le dimos al franchute) y apenas algo más. También música, para sazonar el viaje. Pero sin ordenador ni correo, sin la agenda del trabajo, sin horarios, he estado mejor que bien. Allí, con Pere y Lilí, mis aliados. Y es que lo fantástico de la vacación fuera de temporada, y en un lugar junto al mar, es que el propio tiempo se remansa y uno se siente invitado a zambullirse en esa atmósfera que acicala el incesante lamido de las olas en la arena, en su visión inmensa, en el inagotable susurro de sus entrañas...
Decía Rubén Darío que definir es limitar, y yo añado que definir las sensaciones, los sentimientos, nos lleva a reducirlos, a simplificarlos. Por eso, describir lo que he sentido ante el mar gris, turquesa o turbiamente atormentado que he contemplado en este final de abril, puede parecer que está de más. Como casi lo estuvo, y hasta resultó arrogante por mi parte, escribir hace unos días sobre la sakura de los cerezos, que únicamente figuré gracias a la literatura y a las fotografías. Sin embargo, si lo hice y lo hago es porque tal vez todo está en mirar las cosas, sentirlas y, cuando no, imaginarlas... A partir de lo cual uno se nota complacido, pues encuentra una espléndida remuneración espiritual que compensa el sacrificio impuesto por la rutina del día a día.
Así es que he estado allí, y lo cuento: Llego bien respirado, tras dejarme llevar casi al ritmo de las olas... absolutamente despierto ante lo que se me ofrecía.
Despierto, sí. Creo que no aspiro a mucho más, que no sea a permanecer despierto... incluso a destiempo, fuera de inventario y de sazón; fuera de temporada. También cuando estoy a solas y me miro al espejo, las patas de gallo en las comisuras de los ojos, la frente más que despejada, el tránsito del tiempo afincándose en mi rostro. Sí, un hombre despierto. Porque así podré dar cuenta de lo que veo, de lo que siento y pienso, de lo que hago, por insustancial que parezca, aunque sólo sea ver-sentir-pensar-hacer, el haber estado unos días en un pueblito mediterráneo, de la costa catalana; haber estado, sin más, allí, junto al mar... De donde he vuelto recargado y, por cierto, con la idea reforzada de que lo que no me compete, me incumbe.
Y de que, no en vano, y sobre todas las cosas, me sigue concerniendo la vida.
Decía Rubén Darío que definir es limitar, y yo añado que definir las sensaciones, los sentimientos, nos lleva a reducirlos, a simplificarlos. Por eso, describir lo que he sentido ante el mar gris, turquesa o turbiamente atormentado que he contemplado en este final de abril, puede parecer que está de más. Como casi lo estuvo, y hasta resultó arrogante por mi parte, escribir hace unos días sobre la sakura de los cerezos, que únicamente figuré gracias a la literatura y a las fotografías. Sin embargo, si lo hice y lo hago es porque tal vez todo está en mirar las cosas, sentirlas y, cuando no, imaginarlas... A partir de lo cual uno se nota complacido, pues encuentra una espléndida remuneración espiritual que compensa el sacrificio impuesto por la rutina del día a día.
Así es que he estado allí, y lo cuento: Llego bien respirado, tras dejarme llevar casi al ritmo de las olas... absolutamente despierto ante lo que se me ofrecía.
Despierto, sí. Creo que no aspiro a mucho más, que no sea a permanecer despierto... incluso a destiempo, fuera de inventario y de sazón; fuera de temporada. También cuando estoy a solas y me miro al espejo, las patas de gallo en las comisuras de los ojos, la frente más que despejada, el tránsito del tiempo afincándose en mi rostro. Sí, un hombre despierto. Porque así podré dar cuenta de lo que veo, de lo que siento y pienso, de lo que hago, por insustancial que parezca, aunque sólo sea ver-sentir-pensar-hacer, el haber estado unos días en un pueblito mediterráneo, de la costa catalana; haber estado, sin más, allí, junto al mar... De donde he vuelto recargado y, por cierto, con la idea reforzada de que lo que no me compete, me incumbe.
Y de que, no en vano, y sobre todas las cosas, me sigue concerniendo la vida.