04 febrero, 2007

PARÁBOLA ORIENTAL

Tamarack Swamp - Harris

A veces cargamos pesos que no merecemos, nos sentimos responsables de cosas en las que no tenemos parte y hacemos nuestros los problemas de otros, aunque para estos otros, los suyos, ni sean problemas. No permitimos que fluyan los acontecimientos sin más y, ansiosamente, nos obligamos a intervenir donde probablemente no hay ninguna necesidad de que aparezcamos, si no es para complicar más las cosas.
Viene esto a que tengo un amigo que lo repiensa todo y termina entrando en cien huertos, para salir de noventa de ellos escaldado. «Déjalo estar, hombre», le suelo decir. Pero de qué. Más que un punto de incorregible lo tiene ya de irrecuperable. Todavía hace unos días me vino con otra de sus cuitas. Realmente no había sucedido nada extraordinario, pero su preocupación no era tanto lo que había pasado sino lo que podía haber llegado a ocurrir ; total que, francamente apesadumbrado, no se quitaba de encima... el problema. Esto me recordó cierta parábola oriental que escuché hace años y que, al caso, terminé contándole. Finalmente, aceptó revisar la forma de encarar esos asuntos e intentar dejar que todo fluya con mayor naturalidad. Ya veremos.

Cuenta un relato budista que dos monjes, de regreso a su monasterio, caminaban orando en silencio por la ribera de un río. A la vuelta de un recodo, vieron a una joven y bella mujer que dudaba en la orilla a la hora de cruzar, consternada ante lo crecidas y revueltas que bajaban las aguas. A pesar de que, por su voto de integridad, los monjes tenían prohibido tocar a las mujeres, el mayor en edad de ambos se separó de su compañero, habló con la joven y, tomándola en brazos, la pasó no sin dificultad vadeando los rápidos a través del torrente. Varios minutos más tarde, regresaba desde la orilla opuesta junto a su acompañante, a quien, con una leve sonrisa, invitó a retomar la oración y el camino.
Cuando en el crepúsculo vespertino llegaron al monasterio, el monje novicio, taciturno y desconcertado por el comportamiento inapropiado de su compañero, pidió audiencia con el Venerable.
—Maestro —le explicó—: Estoy inquieto y terriblemente escandalizado, por lo que te voy a contar: Hoy orábamos junto al río, cuando mi compañero, viendo a una hermosa mujer que trataba de cruzar, la ha tomado en brazos y la ha cargado de una a otra orilla. Me temo que con su conducta ha violado su voto de pureza.
A lo cual, el Maestro le replicó:
—¿Y, dime, tú crees que lo que ha hecho es censurable? Deberías retirarte a meditar y mirar bien en tu interior, para ver quién está faltando a nuestro precepto: si tu compañero, que dejado hace tiempo a la mujer en la orilla, o tú... que aún cargas con ella encima.

Ni que decir tiene que, de existir, la moraleja es libre. Probablemente tanto como el espíritu del monje más añoso de esta ejemplarizante leyenda.
 
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