Apuro los últimos días, antes de
recoger bártulos y dar carpetazo a la rutina laboral para coger vacaciones.
Necesito desprenderme de un cierto cansancio, de esta relativa atonía. El caso
es esfumarme, ¡yiap!, como si tal ratoncillo; salir, Miralles, moverme, viajar.
Revivo mientras tanto esos ratos de charla con mi amigo Pere, ociosamente
dilatados, disfrutados con una morosidad consentida, la mirada flotando siempre
en la misma dirección, la única posible: la que lleva al mar... Escenas
perduradas en nuestros encuentros, cada vez un verano tras otro hemos departido
y reído, y nos hemos reconocido calladamente alguna nueva pata de gallo en los
ojos que sonríen, el inexorable tránsito del tiempo que el bronceado sabiamente
matiza. Pienso en Pere, pienso en Carlos y en Esteban; también en Txema. Pienso
en ellos, mis amigos. Pienso en Laredo y Torredembarra, mis lugares estivales y
mis mares. Días de agosto, días de holgar...
Conque casi ya organizo el viaje
que haré pronto, esta vez hacia el norte. Y, pensando en todo un poco, me viene
a la cabeza aquella foto que una tarde de verano le pedí que nos sacara a un
guiri, con mi vieja polaroid, en la que está Pere con su mejor sonrisa mirando
a la cámara, echándote un brazo por encima del hombro. Eso, porque tú posabas
en medio de los dos (tras nosotros el mar), muriéndote de risa, no sé por
qué... O sí; sí: porque yo había soltado un chiste malo que te hizo
insospechada gracia. Luego dije: “Venga, digamos guiri, guiri, guiri...” Y, como
no parabas de reír, te quise propinar un caderazo y saltó un inoportuno ¡clic!,
o sea el guiri, o sea la foto... ¡Joder, qué mala pata! Le digo cenquiu
soumach al tío, tomo la cámara, vemos revelarse la foto al instante... y
estáis los dos genial. Yo, en cambio, parezco un tronchado convulso y
descalabrado, girando desordeno el cuerpo hacia ti. Para más inri, con los ojos
cerrados. “¡Mierda: Hay que sacar otra!”, suelto. “De eso nada, monada. Así te
quedas, para la posteridad”, me rebates con una determinación que tiene algo de
burlona coquetería. Ahora encima os reís más... y yo también, contagiado. ¿Te
acuerdas...? Aquello sucedió hace unos cuantos años, ¿verdad? No lo sé
precisar. O tal vez no... ¿Miralles? ¡Ah, sí! Decía Mark Twain que, de pequeño,
podía recordarlo todo, hubiera sucedido o no. Y a mí también me pasa
todavía; te lo confieso. Es curioso... Por un momento he pensado que quizá esa
vieja polaroid sólo ha existido en mi voluntad de verte, de tenerte en mi álbum
de recuerdos, entre los míos. Tal vez toda esta ilusión la han previsto las
arcanas y caprichosas conexiones sinápticas que se entrecruzan afanosas en mi
cerebro, instigándome a recortar la inverosímil distancia que nos separa... Mientras
consiento que te fugues de mis sueños, para hacerte más presente que nunca,
para volverte real. Por eso, sí, ahora te veo. Como diga o como sea, antes de
preparar la maleta, buscaré esa foto. La tengo que encontrar, sí sí, porque he
decidido llevarla siempre en mis viajes, conmigo, junto al cuadrito de mis
hijas en Túnez, que ya forma parte invariable de mi equipaje. Te llevaré junto
a los míos, Miralles, en mi memoria... y seguiré dando fe del amor que te
profeso en esta suerte de literatura que, como apunta Salvador Pániker, tal vez
no sea sino una determinada forma de organizar las palabras, pero que, en lo
que nos concierne, es la mejor manera que he encontrado de emitir mis señales,
de reinventarme para ti, de mantenerte increíblemente plena aquí (¡ven,
venga!), siempre a mi lado.