Pues nos llegó el invierno y con
él la Navidad y el cambio de año, Miralles. Tres efemérides en un suspiro. Te
diré que he entrado en el nuevo ciclo en un aceptable estado de revista y con
cierta indiferencia (no nueva) ante los rituales y convencionalismos que
envuelven estas fechas. Tal parece que, salvo un par de acontecimientos
involuntarios, como nacer y morir, en la vida casi todo forme parte de
liturgias establecidas, una pura convención. Pero reconozco que, aún así, tiene
su aquél arrancar la última hoja del almanaque para ingresar en un año imprevisible
y distinto. Porque, en el trayecto vital, todos necesitamos hitos, siquiera
para tomar aire, mirar a nuestro alrededor y volvernos a situar.
El caso es que, llegado enero,
uno decide tomar el rábano por las hojas y se hace propósitos, consciente de
los varios asuntos que tiene pendientes de resolver consigo mismo. Cobra fuerza
la idea de desertar de alguna vieja servidumbre, de soltar lastres o de ser un
poco mejor tipo de lo que se venía siendo. Parece que el cambio de dígito nos
proponga una renovada perspectiva. Ese nimio recorrido que jalonan siempre las
doce campanadas, marca una brecha de distancia que saltamos con la idea de
afinar, de desasirnos y suprimir los condicionamientos... Y es que somos seres
curiosos, Miralles. Seres empeñados en adaptarnos, a fuerza de arrebatos, a la
hermosa pero feroz asimetría de la vida.
Sin embargo, pese a las buenas
intenciones que envuelven de celofán el planeta, los noticiarios no han dejado por
un momento de escupir frío, gélidos guarismos, miseria, hambre y balas. El mundo que un
día heredamos y poblamos, sigue ensimismado en su hostilidad. Una obtusa hostilidad que me
mueve a escribir en defensa propia y a proteger el terruño en el que cultivo
mis principios, a base de alambradas. Una hostilidad amurallada ante la que
sólo acierto a enfrentar esa terca esperanza que conservo en el poder de la
solidaridad, de la actitud amorosa, de la sonrisa y la palabra. Sé que hemos
de mantenernos, casi desnudos, a lomos de ese frágil credo, querida Miralles, batallando para
que el mundo nos respete como seguimos queriendo ser. Por eso debemos permanecer alerta, involucrados
como otros lo están, ambos, también tú y yo... Y, cuando digo ambos,
créeme, noto un punto de emoción y siento que algo nos contiene en esa palabra de
un modo tan intenso, tan íntimo que, por más que quiera, no sabría expresarte
de otra manera que no fuera sonriendo en tu mirada. Ambos...
Recuerdo que, de niño, solía
perpetrar mis pequeñas gestas con una enorme ilusión; era toda mi munición, la
mejor que he podido nunca tener a mano. Luego, casi sin pretenderlo, decidí habitar
en el mundo real, donde todo es transitorio y nada es ficticio. Y hoy este
sigue siendo mi lugar; un lugar en el que, a pesar del frío, los gélidos guarismos, la
miseria, el hambre y las balas, aún marco mis hitos, aún tengo propósitos y
anhelos... Y un lugar en el que, te repito, Miralles: como dijo aquel joven príncipe nepalí, llamado Siddartha Gautama, después de todo "sólo sueño con vivir despierto".