15 abril, 2012

EL CANTO DEL CUCO

Pas de Mercusot - Cuixart

Comenzaron a brotar las rustifinas que cuido en mi terraza y este hecho fue uno de los modos en que abril felizmente se anunciaba hace unos días. Abril, mi mes, con su hora y cuarto más de luz y el escenario de escarceos entre el sol y las nubes, batallando por despuntar en un cielo tan inestable como prometedor. Y es que, en la atmósfera magna e inigualable de abril, principia el acomodo de la nueva primavera, y por esto algún mayor de nuestros pueblos comentará con regocijo que, un año más, vuelve a oír cantar al cuco, ese sorprendente pájaro, con fama de taimado, que pone los huevos en nido ajeno y da fe del advenimiento de las floraciones; el cuco, con su canto aflautado, dos notas breves y volanderas y, tras ellas, una laguna de silencio.
Hace siglos que no oigo el canto firme y poderoso del macho (dicen que la hembra burbujea), el inconfundible cucú que se hace notar por los bosques de mi país en las mañanas de abril. Hace mucho, ya digo, y hoy, desde el pacífico exilio de una distancia tejida de tiempo, aquel canto del cuco tiene algo de mágico en la melódica transición de mis evocaciones. Era entonces mi niñez, domingos montañeros, las piernas arañadas de atajar por entre pinos y helechos, de rozar las matas floridas de otaca y brezo de los alrededores de aquel Llodio de entonces. Todavía, según escribo, casi oigo al cuco, como si fuera aquí al lado donde impertérrito aún permanece en su rama. Calculo que, si saliera de la ciudad hacia el bosque, a una hora de marcha no tardaría en escucharlo, y sé que, pese a no ser los mismos caminos y montes ni las mismas sensaciones, su canto sonaría inalterable en mis oídos, emitiendo señales de una entrañable complicidad. Cu-cu, cu-cu, cu-cu...
Tiene su gracia que recordar el canto del cuco me infunda una cierta añoranza. Y pienso que será secuela de tener la edad que tengo, esa perspectiva que da el ir haciéndose mayor, como también brindan los años la de gozar de estos minúsculos detalles, incluso desde una razonable nostalgia. En lo que más cercanamente me atañe, he aprendido a recrearme en las cosas sencillas. Noto que a veces mi felicidad se asienta en la discreta sorpresa que experimento de ser real, de existir, y que sus exigencias no van mucho más allá de abrir cada mañana las contraventanas y volver a cerrarlas al atardecer. Esto también es bienestar: una cierta lentitud, los mil tonos verdes que motean de vida cada día de abril, y esos momentos en que contemplo las rustifinas de mi terraza urbana, mientras en algún lugar vuelve a sentirse al cuco, un año más, con su canto aflautado: dos notas breves y volanderas entre los pinos, y tras ellas, atento, el niño que llevó mi nombre... y una laguna de silencio.

 
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