11 julio, 2010

EL LINCE

Peatones - López Román

Sí... ¿Joaquín? Este... No, no se espante. Y perdone que me entrometa de este modo en su pensamiento. Lo siento, es la única manera... Aunque usted no lo va a entender. En fin, no nos conocemos, pero aguante un poco. Y estese tranquilo, por favor. No, no soy una vaina de alucinación auditiva; no, no está usted pirucho, créame. Sé lo que piensa, pero escuche, se lo ruego, e intente relajarse. Eso es, gracias... Mire, me llamo Rafael o, mejor dicho, me llamaba hasta hace unos días, porque el jueves pasado, a las siete y veintidós de la tarde, fallecí. Lo sé, suena increíble. Yo tampoco estaba preparado para esta joda, y es que todo llega tan de una... Sí: soy un intruso, pero le repito que sólo así puedo llegarle al bocho, quiero decir a ese lado, adonde están usted... y la vida. Este... Naturalmente se preguntará por qué lo elegí para colarme como un plomazo en su cabeza. Joaquín, no rebulla tanto, no se inquiete y... ¡Escuchá, mierda! Perdón, atiéndame, que apenas tengo unos minutos. El asunto es el que sigue: Soy argentino y tengo 43 años o, más bien, ambas cosas era y tenía. Llevaba cuatro en España, doce casado y seis meses con una amante. De acuerdo: un medio trucho... pero le confieso, en mi descarga, que no fui yo quien primero tiró los galgos. Tuve mis motivos para dejarme llevar, pero no divagaré con detalles. El caso es que mi amante es o era Flora, exactamente, ya la conoce, su vecina, y que si lo engancho a usted es porque me consta que no pertenece a esa manga de boludos que simulan cordura y sensatez, pero que son insensibles al dolor humano. Porque le cuento lo que sucede: Yo había quedado con Flora en su departamento el pasado jueves, o sea el día de autos, ahí mismo, puerta con puerta de la suya... Joaquín, ¡bancáme loco!, veo que hace por escucharme, pero, ¿le importaría apagar el televisor? Ahora lo necesito entero, ¿sí? Eso es, soberbio. Este... Le explicaba que habíamos quedado en vernos, lo cual era decir en amarnos... ¡Ah, amigo: qué minón tiene usted ahí enfrente! Tierna, gauchita, sensual. No la olvidaré mientras... ¡mierda!, mientras esté muerto. ¿Quiere saber cómo me llamaba, después de yacer? Escuchá, loco, y tomá nota: “Mi lince”, che; me decía “mi lince”. Disculpe mi vehemencia, y también que me salga vosearlo, pero ¿no le parece bárbaro? Porque, para mí que vengo de donde sos más grande si te dicen tigre o puma o potro, que una piba te llame lince es lo más. Lo más, ¿entiende, Joaquín? “Mi lince...” Aún muerto, ardo de vanidad... Pero le decía que nos veíamos los jueves, cuando el marido de Flora, sí, su vecino, lo sé, por favor, no me cruce su pensamiento... Gracias. O sea que los jueves, este, nos veíamos a las siete y media, minutos después de que él saliera hacia su club para jugar al póquer. Nada de celulares ni boludeces, ninguna pista que pudiera liarnos. Yo caía en el Café Moderno, frente a su bulín, y aguardaba desde un velador, junto a la vitrina, a que ella bajara la persiana de su habitación. Era la señal. Entonces me colaba discretamente en el portal, subía... y allá que apurábamos nuestra hora de gloria. Una hora. Se me hacía cortito como patada de chancho, pero fue el límite convenido. Si la viera... Sus manos, sus ojos, sus pechos... Estoy seguro de que, usted mismo, más de una vez se los mira al bies... Pero, sí, perdone, este... Resulta que el pasado jueves salí de mi casa (vivo en López Aranguren) y, al poco, empezó a llover y hube de refugiarme para no llegar hecho sopa. Aquella mierda no paraba y, no viendo un taxi libre, no tuve otro remedio que cagarme mojando, por estar a la hora de la cita. Así que corrí literalmente de cuadra en cuadra y crucé los semáforos en rojo que me permitió el jodido tráfico. Pero no todos, desgraciadamente, porque fue en uno de éstos, en la calle José Luis Sampedro, cuando precisamente un taxista pelotudo me llevó puesto. Reconozco mi cagada, pero créame que, loco como iba y en medio del diluvio, no lo vi llegar. Verdad que el choque no fue violento, pero la puta leche dio con mi cabeza contra un macetero de piedra... Y ahí terminó todo: en aquel mismo instante me morí. ¡La gran concha de su madre! Uno corre tras la felicidad y la guadaña va y le pega el tajo... Pero no, no tengo tiempo de filosofar y, además, no me consta que mi jodida suerte me dé nuevamente chance de estar con usted. Oh, sí: entiendo su alivio... Sin embargo, le pido que me comprenda. Como puede suponer, mi pechugona nada sabe de mí desde la última vez, y la sé sumida en una angustia terrible. Por mi parte, intenté ingresar en su pensamiento, como he hecho con usted, pero al cabo hice que confundiera sus deseos con desvaríos y sólo conseguí mortificarla. Cada vez que le hablé, creyó volverse loca y no dio crédito a mis palabras, que atribuyó a su imaginación delirante. Sí, veo que lo entiende. Yo, este... ya recién le pido disculpas, Joaquín. Pero es que mañana es jueves y, como otros jueves, la pobre flaca bajará su persiana sobre las siete y cuarto de la tarde, confiando en volverme a ver. Esta vez lo hará inquieta, carcomida por la duda... Vos sabés, Joaquín, que no hay mayor tormento que la incertidumbre. Y, precisamente por esto, le solicito fervorosamente un favor: que la libere de la tortura por la que habría de pasar tras mis ausencias, aunque le cause un sufrimiento en apariencia mayor, cuando le diga que he muerto. Estoy convencido de que con la verdad consolará su pena... pues, en la vida, lo que a uno lo mantiene en pie son las certezas. Se lo suplico: Baje usted mañana a las siete al Café Moderno y ocupe mi lugar en uno de los veladores que da a la calle. Cuando baje la persianita, llame a su casa y pídale permiso para entrar. Seguro que ella buscará nerviosamente una excusa para despachar a su inoportuno vecino, pues esperará que yo aparezca. Pero, aproveche que se tratan de hace años, para rogarle que le atienda. Dígale entonces que llega de parte de Rafael, dígale del Lince... y ella, muy loca, lo presiento, le hará pasar. ¡Oh, pobrecita flaca...! Entonces cuéntele la verdad, Joaquín: Explíquele que me colé en su pensamiento, como había intentado hacer en el suyo. Dígale que le relaté lo que me aconteció el pasado jueves, que fallecí... y, por favor, confírmele que fue la maldita lluvia la que me apartó de su lado. ¿Lo hará por mí...? Gracias por no cagárseme en las patas, con este entrometimiento, de veras... Ah, este... Y dígale también que la quiero; se lo imploro... Después ya nunca más lo molestaré. Le juro, Joaquín, amigo mío, que no lo haré, créame, que lo dejaré en paz... por toda esta puta eternidad.
 
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