Con el tiempo, el juego de la depilación se había convertido en una suerte de liturgia entre ambos. Solía acontecer casi siempre en fin de semana, después de que Rocío tomara su ducha nocturna y se hidratara con aceite corporal y cremas faciales, en tanto Alberto, normalmente, leía ya acostado.
Esa noche de viernes, ella entró en el dormitorio desnuda, con una toalla seca en el antebrazo, un bol con agua tibia, el gel y la maquinilla de afeitar. Alberto alzó la vista del libro y sonrió: Allí estaba su chica, espléndida, invitándole a participar en uno de sus rituales preferidos. Tentadora, Rocío le dijo: ¿Te animas? Y él, con falsa resignación, contestó: ¡Si no hay más remedio...! Y es que, acudiendo a la estadística, la probabilidad de que tras la sesión depilatoria hicieran el amor era del cien por cien.
De modo que Alberto dejó el libro, extendió la toalla para ella, y se puso manos a la obra. Rocío yacía felizmente relajada, las manos bajo la nuca, mientras a horcajadas sobre su vientre, Alberto extendía el gel sobre la primera axila humedecida, para rasurarla delicadamente hasta dejarla inmaculada. Con el mismo esmero depiló la segunda, la secó a toquecitos con una punta de la toalla y, cuidadosamente, movió sus útiles y descendió para arrodillarse entre las piernas de Rocío. Acudiendo a la estadística, eran dos minutos los que, por término medio, dedicaba a cada axila; entre ocho y diez a ambas ingles. Tomó del bol un poco de agua, mojó la zona que iba a rasurar y untó una gota de gel en sus dedos. Entonces vio la cana. Primeramente pensó que era una hebra y la intentó retirar con el canto del meñique... Pero no, allí seguía, destacando insolente en medio del vello púbico. Ahora vengo, dijo entonces. Y regresó del cuarto de baño con una tijerita. ¿Qué haces? Nada; tienes algo, como pegado. Rocío se incorporó sobre sus codos ¿Dónde? Que no es nada... Túmbate, anda. Ella obedeció, mientras Alberto cortaba aquel pelo impertinente... ¡Ris! Parecía asomar algo, conque lo cercenó junto a los contiguos, ¡ras! ¿Ya...?, dijo ella. Sí. ¿Qué era? No sé, un hilo. Alberto dejó la tijera y comenzó a rasurar maquinalmente la primera ingle. Aquella cana pareció haberle descentrado. Una cana, justamente ahí... Aún buscó un resto del pequeño brote, mientras depilaba precipitadamente la segunda ingle, sin mimo ni detalle. Chico, hoy no estás nada fino, le reprochó Rocío, sentándose, cuando terminó. Él contestó: ¡Te quejarás, encima! Y, con gesto hosco, llevó el bol, el gel y la maquinilla al cuarto de baño, antes de retomar su lectura. Rocío retiró la toalla y se puso el pantaloncito y la camisola que había dejado doblados en la alfombra camera. Se acostaron sin hablar.
Acudiendo a la estadística, la probabilidad de que el ritual depilatorio mantuviera para Alberto y Rocío parecidos interés y frecuencia acababa de disminuir considerablemente. Pero la de que continuaran, tras él, haciendo el amor lo hizo aún más... Por extraño que parezca, bastante más.
Esa noche de viernes, ella entró en el dormitorio desnuda, con una toalla seca en el antebrazo, un bol con agua tibia, el gel y la maquinilla de afeitar. Alberto alzó la vista del libro y sonrió: Allí estaba su chica, espléndida, invitándole a participar en uno de sus rituales preferidos. Tentadora, Rocío le dijo: ¿Te animas? Y él, con falsa resignación, contestó: ¡Si no hay más remedio...! Y es que, acudiendo a la estadística, la probabilidad de que tras la sesión depilatoria hicieran el amor era del cien por cien.
De modo que Alberto dejó el libro, extendió la toalla para ella, y se puso manos a la obra. Rocío yacía felizmente relajada, las manos bajo la nuca, mientras a horcajadas sobre su vientre, Alberto extendía el gel sobre la primera axila humedecida, para rasurarla delicadamente hasta dejarla inmaculada. Con el mismo esmero depiló la segunda, la secó a toquecitos con una punta de la toalla y, cuidadosamente, movió sus útiles y descendió para arrodillarse entre las piernas de Rocío. Acudiendo a la estadística, eran dos minutos los que, por término medio, dedicaba a cada axila; entre ocho y diez a ambas ingles. Tomó del bol un poco de agua, mojó la zona que iba a rasurar y untó una gota de gel en sus dedos. Entonces vio la cana. Primeramente pensó que era una hebra y la intentó retirar con el canto del meñique... Pero no, allí seguía, destacando insolente en medio del vello púbico. Ahora vengo, dijo entonces. Y regresó del cuarto de baño con una tijerita. ¿Qué haces? Nada; tienes algo, como pegado. Rocío se incorporó sobre sus codos ¿Dónde? Que no es nada... Túmbate, anda. Ella obedeció, mientras Alberto cortaba aquel pelo impertinente... ¡Ris! Parecía asomar algo, conque lo cercenó junto a los contiguos, ¡ras! ¿Ya...?, dijo ella. Sí. ¿Qué era? No sé, un hilo. Alberto dejó la tijera y comenzó a rasurar maquinalmente la primera ingle. Aquella cana pareció haberle descentrado. Una cana, justamente ahí... Aún buscó un resto del pequeño brote, mientras depilaba precipitadamente la segunda ingle, sin mimo ni detalle. Chico, hoy no estás nada fino, le reprochó Rocío, sentándose, cuando terminó. Él contestó: ¡Te quejarás, encima! Y, con gesto hosco, llevó el bol, el gel y la maquinilla al cuarto de baño, antes de retomar su lectura. Rocío retiró la toalla y se puso el pantaloncito y la camisola que había dejado doblados en la alfombra camera. Se acostaron sin hablar.
Acudiendo a la estadística, la probabilidad de que el ritual depilatorio mantuviera para Alberto y Rocío parecidos interés y frecuencia acababa de disminuir considerablemente. Pero la de que continuaran, tras él, haciendo el amor lo hizo aún más... Por extraño que parezca, bastante más.