El haz de luz es lo que miro, cuando entra Clara y me vuelvo hacia ella. Viste una suerte de harapos que no reconozco; será que son nuevos. Entonces comienza a hablarme de un verano hace tiempo extraviado y, sin ton ni son, me besa con ganas. Es curioso que, por dejarme besar, no sienta remordimientos salvo en los labios... Y, casi mientras lo pienso, Clara se aparta de mí y ni se despide; sale del cuarto. Y yo vuelvo a reparar en el haz de luz que incide en el suelo. Es como una manía mía, lo de observarlo una y otra vez. Me viene a la mente la palabra filamento. Miro el reloj de pulsera sin ver la hora. Las gafas que no tengo a mano. Pienso en ir a por... Pero es papá quien me las trae. Papá, no sabía que estuvieras en casa, le digo. No contesta. Su sordera es cada vez más evidente. Aunque, calla: ¡si papá no está sordo...! Le observo según se va y comenta que hemos dejado atrás un invierno bien frío. Y ventoso, añado. Porque fuera sopla de lo lindo y esto es algo que se oye y oye y oye...
El caso es que mi cabeza es un calidoscopio, a cuenta de la extraña alquimia sináptica. Soy yo, es el haz de luz, es la hora... Y viene desde el cielo Carmelo, a quien estoy encantado de ver. ¡Carmelo!, le digo entusiasmado y él me mira con una calma llena de melancolía. Ven, siéntate. Le ofrezco un aguachirle de café, que ni sé de dónde saco. El bueno de Carmelo lo toma como si le gustara, sonríe educadamente, desaparece. Me deja triste verle marchar tan pronto, quién sabe hasta cuándo, conque cojo un libro en blanco, sigo con mis gafas a vueltas, la hora, el filamento de luz, papá, Clara, Carmelo... ¡La repanocha! Y, por si fuera poco, aparece ahora el tal Juanan, con cara de pedir permiso para unirse a la fiesta. ¡Tu quoque... fili mii!, le suelto con resignado sarcasmo. Trae una caja de barro bajo el brazo y se siente un proscrito, según sus propias palabras. Pero yo tan terne. ¡Vaya una cosa, lo de ir por ahí de proscrito, a estas horas y con una caja de barro bajo el brazo! Entonces saca un cuaderno azul y su pluma de la caja, se abisma y se pone a garabatear en una esquina, precisamente a la luz del haz de luz. O sea del filamento. Y yo le olvido.
Vuelvo a cerrar los ojos y, por enésima vez, los vuelvo a abrir. Como no podía ser de otro modo, vuelvo a reparar en el haz de luz sobre el suelo y también en el bulto del escribiente. El filamento ya no es amarillento, ahora parece más blanco, algo menos mortecino. Deja de ser de farola callejera para hacerse de lechoso amanecer. El tal Juanan rezonga ininteligible, se mueve, viene y se acuesta pegado a mi espalda, como si tuviera frío. Ahora no ha pedido permiso y termina por abrazarme con tanta fuerza que me siento fundir... ¡Ah, no; ya basta! Resuelvo dotarme de un aire definitivamente propio. Lo mejor será que me levante, me digo y es lo que hago. Abro el grifo de la ducha, dejo que se vaya templando el agua. Entonces quedo atrapado por la imagen que, frente a mí, descubro: Pienso en el desconcertante parecido que, tras una noche en vela, tiene el tipo que me está mirando... Me llevo la mano al pómulo izquierdo y, mientras intento reconocerme, el tal Juanan sonríe entretenido, observa mi deplorable aspecto, una vez más, desde el otro lado del espejo.
El caso es que mi cabeza es un calidoscopio, a cuenta de la extraña alquimia sináptica. Soy yo, es el haz de luz, es la hora... Y viene desde el cielo Carmelo, a quien estoy encantado de ver. ¡Carmelo!, le digo entusiasmado y él me mira con una calma llena de melancolía. Ven, siéntate. Le ofrezco un aguachirle de café, que ni sé de dónde saco. El bueno de Carmelo lo toma como si le gustara, sonríe educadamente, desaparece. Me deja triste verle marchar tan pronto, quién sabe hasta cuándo, conque cojo un libro en blanco, sigo con mis gafas a vueltas, la hora, el filamento de luz, papá, Clara, Carmelo... ¡La repanocha! Y, por si fuera poco, aparece ahora el tal Juanan, con cara de pedir permiso para unirse a la fiesta. ¡Tu quoque... fili mii!, le suelto con resignado sarcasmo. Trae una caja de barro bajo el brazo y se siente un proscrito, según sus propias palabras. Pero yo tan terne. ¡Vaya una cosa, lo de ir por ahí de proscrito, a estas horas y con una caja de barro bajo el brazo! Entonces saca un cuaderno azul y su pluma de la caja, se abisma y se pone a garabatear en una esquina, precisamente a la luz del haz de luz. O sea del filamento. Y yo le olvido.
Vuelvo a cerrar los ojos y, por enésima vez, los vuelvo a abrir. Como no podía ser de otro modo, vuelvo a reparar en el haz de luz sobre el suelo y también en el bulto del escribiente. El filamento ya no es amarillento, ahora parece más blanco, algo menos mortecino. Deja de ser de farola callejera para hacerse de lechoso amanecer. El tal Juanan rezonga ininteligible, se mueve, viene y se acuesta pegado a mi espalda, como si tuviera frío. Ahora no ha pedido permiso y termina por abrazarme con tanta fuerza que me siento fundir... ¡Ah, no; ya basta! Resuelvo dotarme de un aire definitivamente propio. Lo mejor será que me levante, me digo y es lo que hago. Abro el grifo de la ducha, dejo que se vaya templando el agua. Entonces quedo atrapado por la imagen que, frente a mí, descubro: Pienso en el desconcertante parecido que, tras una noche en vela, tiene el tipo que me está mirando... Me llevo la mano al pómulo izquierdo y, mientras intento reconocerme, el tal Juanan sonríe entretenido, observa mi deplorable aspecto, una vez más, desde el otro lado del espejo.