22 noviembre, 2009

LA VELA

Sábado a la tarde - Bores

Juan Carlos se enojó con Diana, aparentemente por una tontería. Aparentemente. Claro que esto sucedía cada vez con mayor frecuencia. El caso es que había preparado con todo mimo aquella cena. Venían sus dos mejores amigos con las respectivas parejas, quería quedar bien, algo en lo que habitualmente invertía buena parte de su energía: en cuidar su imagen. Una cena con varios platos a degustar, un pequeño festival para los sentidos: Primeramente el aperitivo, con un excelente cava; después, ya sentados a la mesa: lomo y jamón ibéricos, almejas a la marinera, croquetas de hongos, revuelto de gambas y ajos tiernos y su logro estrella: el crujiente de bacalao con salsa de pistachos, que remataría con una macedonia de frutas, como postre. Café y Calvados, para los hombres. Ellas, algo dulce, seguro, un Pedro Ximénez. En todo caso, pequeñas delicias aderezadas con esmero, cuya preparación le había llevado la tarde entera. Tras ducharse y cambiarse estaba algo cansado, pero satisfecho. Diana, por su parte, había salido de compras con una amiga, acababa de llegar y de poner la mesa. Una mesa que luego él revisó y corrigió: equidistancia entre las copas, alineamiento de cubiertos, cierta simetría en la composición general, esos detalles que ella siempre solía descuidar...
Pero sucedió el estúpido hecho. Se encontraba en la cocina llenando de hielo la cubitera que alojaría el Chardonnay de la cena, y sonó el timbre. «Ya están aquí.» Cuando accedió al vestíbulo para recibirles, un fuerte olor a cera perfumada saturó brusca y desagradablemente su olfato. Diana se disponía a abrir. «¡Pero a qué demonios huele!», le soltó huraño. «He encendido una vela aromática, para...» «¿Es que estás loca? ¡Con esta peste en el salón, no va a haber dios que se entere de lo que cena!» «Lo siento. No pensé...»
Los de fuera aguardaban, conque abrieron sin dilación y se produjo un pequeño revuelo de saludos y besos cruzados. Diana, algo ofuscada, se adelantó hacia el salón-comedor. Sopló la llama de la vela y su fragante humo invadió profundamente la estancia. «¡Oh, no...!» Cuando entraron los comensales, Juan Carlos la miró irritado, evidenciando su enfado, con un punto de furor. Ella hizo por disculparse. «Perdonad el olor, pero es que esta vela...» Los invitados sonrieron. «No pasa nada, chica. Tampoco huele mal.» Diana se llevó la vela a la cocina y a duras penas contuvo un sollozo. Juan Carlos descorchaba el cava, cuando ella se incorporó al grupo. Finalmente resultó una cena animada, también la sobremesa, y el cocinero recibió los consabidos elogios por sus resultados culinarios. Pero mantuvo el ceño fruncido durante el primer tramo de la velada, y apenas cruzó un par de palabras con su mujer.
Cuando marcharon los amigos, Diana recogió la mesa, tomó una aspirina y anunció que se iba a la cama. Juan Carlos, ante la tele, apuraba su copa. «Enseguida voy», dijo. Aparentemente, se le había pasado el enfado. Al día siguiente, domingo, él tenía un partido de pádel, ella se quedó arreglando un poco la casa. Aparentemente, una vez más, todo volvió a su curso. Según quienes les conocían, conformaban una estupenda pareja. Era cierto; aparentemente.
 
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