Pasó ya el verano, tramitado con esa urgencia de quebrar rutinas tan propia de las vacaciones, y tampoco este año he estado en ninguna fiesta popular, pese a haber tenido unas cuantas a tiro de piedra. No siendo uno religioso ni gregario, malamente consigue ubicarse en las jaranas de cualquier lugar y, ante tal perspectiva, sencillamente las evita. Las fiestas, esa cosa del jolgorio tumultuoso y programado.
El mes de Augusto se lleva la palma en motines, saraos y verbenas, y la vieja Celtiberia se engalana y salpica de banderitas y guirnaldas, de liturgias y celebraciones. Entre éstas últimas, la más sagrada (que me perdonen las Vírgenes de agosto) es precisamente la que más me revienta: la de los toros. Semejante escenificación me inflama, me saca de quicio... Pero sortearé la tentación de pergeñar un panfleto sobre esa detestable exaltación de la tortura que es la Fiesta Nacional, que no me gustaría desencajarme. Qué triste, comprobar cómo se consagra tan vergonzoso espectáculo en las páginas centrales de casi todos los programas de fiestas. Me repatea intuir que muchos de quienes se escandalizan viendo en la tele cómo un perro es cruelmente apaleado por su dueño, y apartan la mirada, luego son capaces de aplaudir y vitorear en los ruedos el lento, sádico y atroz sacrificio del toro. Conmovedor.
Así es que, aunque eso del jolgorio (que de holgar viene) tanto me gusta, poco me habrán visto en festejos. Debo reconocer que las fiestas son mucho más que espectáculos taurinos y que también se suele aderezar la juerga con festivales, conciertos, teatros y otros recreos. Pero casi prefiero usar de todo esto en mejores fechas, cuando todo es menos bullicioso y, al no haber cerca arenas ensangrentadas, no he de plantearme cuánto del presupuesto de gastos del municipio en fiestas se dedica a eventos que tanto me disgustan, apenan y avergüenzan.
El mes de Augusto se lleva la palma en motines, saraos y verbenas, y la vieja Celtiberia se engalana y salpica de banderitas y guirnaldas, de liturgias y celebraciones. Entre éstas últimas, la más sagrada (que me perdonen las Vírgenes de agosto) es precisamente la que más me revienta: la de los toros. Semejante escenificación me inflama, me saca de quicio... Pero sortearé la tentación de pergeñar un panfleto sobre esa detestable exaltación de la tortura que es la Fiesta Nacional, que no me gustaría desencajarme. Qué triste, comprobar cómo se consagra tan vergonzoso espectáculo en las páginas centrales de casi todos los programas de fiestas. Me repatea intuir que muchos de quienes se escandalizan viendo en la tele cómo un perro es cruelmente apaleado por su dueño, y apartan la mirada, luego son capaces de aplaudir y vitorear en los ruedos el lento, sádico y atroz sacrificio del toro. Conmovedor.
Así es que, aunque eso del jolgorio (que de holgar viene) tanto me gusta, poco me habrán visto en festejos. Debo reconocer que las fiestas son mucho más que espectáculos taurinos y que también se suele aderezar la juerga con festivales, conciertos, teatros y otros recreos. Pero casi prefiero usar de todo esto en mejores fechas, cuando todo es menos bullicioso y, al no haber cerca arenas ensangrentadas, no he de plantearme cuánto del presupuesto de gastos del municipio en fiestas se dedica a eventos que tanto me disgustan, apenan y avergüenzan.