La roja ribera - Kirschner
No sé qué poderosa atracción tendrían algunos de aquellos libros para mí, cuando me subí en el sofá del cuarto de estar de mi antigua y querida casa, para acceder al estante en el que moraban y alcanzar uno entre ellos. Quizá, de éste, el precioso lomo granate, que destacaba entre otras decenas de volúmenes, con sus nervios horizontales y, entre ellos, los hermosos tejuelos con letras doradas en los que uno leía: Las diez mejores novelas rusas. El canto de aquel grueso tomo, conformado por finísimas hojas, estaba igualmente bruñido como el oro y a mí me parecía de una extraordinaria factura, algo realmente delicado y bello. Entonces era un chiquillo que peinaba raya a un lado, no creo que tuviera cumplidos los trece años, y los libros de aquella sala pertenecían a mi padre, muy celoso de las lecturas que convenían o no a sus siete hijos, entre los cuales soy el mayor.
Yo era un mocete formal y respetuoso, pero sé que un día, como digo, definitivamente tentado por la curiosidad, consumé la profanación: Cogí nervioso aquel libro y, abriendo al azar una de sus incontables páginas, comencé a leerlo... Qué sucedió, entonces, para que su minúscula letra me atrapara y me aislara del mundo exterior, es algo que no sabría explicar. Tal vez tuvo que ver la emoción que me reportaba semejante transgresión, la desobediencia de hojear un libro en principio prohibido. Me pregunto si sería también el haber abierto aquel compendio en el principio de las páginas de una obra que decía ni más ni menos que Crimen y Castigo... ¡Crimen y castigo! ¿No era acaso una falta lo que yo perpetraba, y un correctivo lo que merecería por ello? ¿Valía la pena arriesgarse? Recuerdo el sobresalto que me propinó la llegada de mi padre a casa, aquella primera vez que furtivamente llegué a leer apenas unas páginas. A partir de entonces fui buscando los contadísimos momentos en que me hallaba solo, para seguir con la cautivadora lectura, hasta que, con tremenda paciencia y un permanente añadido de inquietud y placer en cada acometida, conseguí terminarla. Nadie se enteró de mi secreto; eso creo... Luego, bastantes años después, compré para mí Crimen y Castigo y volví a penetrar con inquietud en los dilemas morales de Rodya Raskólnikov, el joven estudiante que llevado por sus apuros económicos termina asesinando a una vieja prestamista para hurtarle el dinero con que retomar sus estudios, y se ve forzado a nuevamente a matar... Pero, llegado aquí, creo que no debería contar más detalles, ¿cierto?
Hoy, cuando hace 127 años de la muerte de Fiodor Dostoievsky, he querido que este recuerdo de mi infancia sea un sencillo tributo rendido a su memoria.
Yo era un mocete formal y respetuoso, pero sé que un día, como digo, definitivamente tentado por la curiosidad, consumé la profanación: Cogí nervioso aquel libro y, abriendo al azar una de sus incontables páginas, comencé a leerlo... Qué sucedió, entonces, para que su minúscula letra me atrapara y me aislara del mundo exterior, es algo que no sabría explicar. Tal vez tuvo que ver la emoción que me reportaba semejante transgresión, la desobediencia de hojear un libro en principio prohibido. Me pregunto si sería también el haber abierto aquel compendio en el principio de las páginas de una obra que decía ni más ni menos que Crimen y Castigo... ¡Crimen y castigo! ¿No era acaso una falta lo que yo perpetraba, y un correctivo lo que merecería por ello? ¿Valía la pena arriesgarse? Recuerdo el sobresalto que me propinó la llegada de mi padre a casa, aquella primera vez que furtivamente llegué a leer apenas unas páginas. A partir de entonces fui buscando los contadísimos momentos en que me hallaba solo, para seguir con la cautivadora lectura, hasta que, con tremenda paciencia y un permanente añadido de inquietud y placer en cada acometida, conseguí terminarla. Nadie se enteró de mi secreto; eso creo... Luego, bastantes años después, compré para mí Crimen y Castigo y volví a penetrar con inquietud en los dilemas morales de Rodya Raskólnikov, el joven estudiante que llevado por sus apuros económicos termina asesinando a una vieja prestamista para hurtarle el dinero con que retomar sus estudios, y se ve forzado a nuevamente a matar... Pero, llegado aquí, creo que no debería contar más detalles, ¿cierto?
Hoy, cuando hace 127 años de la muerte de Fiodor Dostoievsky, he querido que este recuerdo de mi infancia sea un sencillo tributo rendido a su memoria.