03 junio, 2012

RESOLUCIONES

Marilyn - Warhol

Soy un tipo ordenado y, como así me va bien, no tengo mayor interés en cambiar; y menos a estas alturas de la película. Menciono lo del orden, por mi afición a hacer listados: listados de dietario y de asuntos pendientes, de libros que gloso, de pelis que veo. No es algo nuevo, que ya los hacía a los quince, hasta de las chicas que me robaban el aire...
Así es que no podían faltarme listas en materia de propósitos: esas buenas intenciones que uno busca sustanciar cada vez que inicia el año o un nuevo ciclo vital. Como tengo vencido al tabaco y me saneo regularmente en el gimnasio, lo que hago es endilgarme una veintena de posibles que, en una tabla y con método, reviso mes a mes. Total que, en esa miscelánea de objetivos que listé el último diciembre, recojo un poco de todo: Desde mi intención de cocinar nuevos platos, hasta la de revisar mis contratos y seguros (y cambiar de compañía, ante el mínimo abuso tarifario), pasando por eliminar plásticos y polietilenos de mi vida, verdecer los consabidos planes solidarios o mejorar mi asistencia a las salas de cine, en caída libre desde hace años, muy a mi pesar. Pues bien, llevo mis registros con resultados aceptables, salvo precisamente en esta última cuestión. Hago arqueo de mayo y vuelvo a anotar en rojo lo de ir al cine. La razón: que me supera cohabitar la sala con decenas de personas que aterrizan en ella de merendola. A fuer de ser claro, no puedo con el hábito de apalancarse con las palomitas, los frutos secos y el medio litro de cola ante la gran pantalla, como si en pantuflas y ante la tele de la propia casa. ¿No ven estos incontinentes glotones que, al manipular sus envoltorios, al masticar y al sorber, molestan; que sus emanaciones invaden desagradablemente las narices de quienes sólo buscan disfrutar de una película? Pues bien, amo el cine, pero repruebo la suerte de merenderos que son las salas de proyección. Consecuencia: voy poco y, lo poco, en la France, donde las taquillas tienen largas colas (la cultura en Francia es un valor social; basta con entrar en una librería o acercarse a una exposición para comprobarlo) y donde la escena de alguien abriendo una bolsa con maíces tostados en medio de una peli es inimaginable. Los franchutes tendrán cosas que sí y otras que no tanto, pero en materia de cine, sea por las buenas películas que hacen, por su hábito de ir a verlas o por el civismo que exhiben durante las proyecciones, nos dan sopas con honda. Las mismas que, por lo visto, les damos nosotros a ellos en el deporte de competición; algo que me trae al pairo, y mucho más a tres telediarios de que estalle la burbuja futbolera y viendo cómo se toleran las evasiones de impuestos de buena parte de los que dan patadas al balón, sacuden la raqueta o se suben a un Fórmula-1. ¡Qué país este, mon Dieu!
Como sea, repaso con método mis resoluciones y veo que no conseguiré cubrir mi objetivo para este año en lo que concierne a ir al cine... Salvo que pida asilo cultural al otro lado de la muga y me haga ciudadano francés, como Montaigne o Voltaire. Eso sí: si pudiera ser, a condición de que me permitan seguir viviendo por aquí, en este desorientado, consumido y contradictorio país.

 
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