04 marzo, 2012

ROLLOS DE PAPEL

Suerte - Lorenzo Fernández

Buena parte de las guerras domésticas que libraban Elisa y Fernando, tenía que ver con ciertos descuidos que acontecían en el cuarto de baño y en los que, invariablemente, él resultaba inculpado: fuera por dejar pelos en la bañera, no cerrar los envases del gel y del champú, e inundar el suelo tras ducharse, o por machacar el tubo del dentífrico dejándolo abierto y hecho un churro. Semejante despreocupación por estos detalles, tras cinco años de convivencia, sacaba de quicio a Elisa; y, vista la dificultad que para Fernando parecía ofrecer cualquier enmienda al respecto, el asunto de su dejadez era fuente de repetidas discusiones.
Sin embargo, existía una suerte de batalla conyugal, asimismo de toilette, que se daba sin que entre ellos mediara una sola palabra, y que tenía que ver con lo que cada quien consideraba que era la “correcta” colocación del papel higiénico alrededor del cilindro de sujeción. Que el extremo de aquél colgara por dentro o hacia fuera, motivaba en ambos una reiterada operación de cambio posicional del rollo, que sibilinamente era despachada en el silencio del retrete, con asiento, deliberación y disimulo. Y, a juzgar por la tenacidad con la que perseveraban en su manía, un espectador neutral pudiera haber deducido que, tras la apariencia irrelevante de estas manipulaciones, se ocultaba un algo profundamente simbólico; como si, al recolocar el papel higiénico, Elisa y Fernando se jugaran, el uno frente a la otra y viceversa, no sólo la defensa de lo estrictamente correcto, sino, además y sobre todo, el prurito de reafirmar la propia posición de primacía en la relación marital.
Como fuera, dos meses después de que, por iniciativa de Elisa, firmaran un divorcio de mutuo acuerdo, Fernando se sentaba sobre la tapa del inodoro de su nuevo apartamento para reponer el rollo de su exclusivo cuarto de baño. Lo colocó, faltaría más, con el extremo del papel colgando hacia fuera. Luego, demorándose unos segundos, observó el tubo del dentífrico, apachurrado y sin cerrar, y tentado estuvo de taponarlo y ponerlo en su sitio... Pero se dijo que nanay, con la cosa esa de hacer lo que le petara, dueño y señor de sus dominios. Así es que apagó la luz del aseo y, pensando en comprar tabaco, se calzó y se echó al hombro una cazadora. Fue entonces cuando, al pasar junto al gran espejo del recibidor, un algo inconcreto (no supo qué) le perturbó y le hizo sentirse incómodo. En aquel momento no lo podía saber, pero esta sería la primera vez, de una larga serie por llegar, en que le pareció que ese "algo" proyectara desde su fuero interno una nueva y extraña sombra de sí mismo, gris y difusa, que no le gustó nada. Maquinalmente, regresó entonces al cuarto de baño y cerró la pasta de dientes, recogió una muda del suelo y la echó al cesto de la ropa sucia. Y, con la misma rara sensación a cuestas, sintió una punzada bajo el esternón cuando pensó en Elisa. Torció el gesto con un rictus de pesadumbre y, cabizbajo, tomó el ascensor y bajó a la calle. Cuando salió del estanco, su único propósito era deambular hasta sumirse en un estado de suficiente fatiga; la justa como para no pensar; como para, cuando cayera la noche, al menos poder dormir.

 
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