Si no hubiese existido la playa de aquel lejano verano. O si, en tal día como fue, no me hubiera acercado para hablarte. Si después no me hubieses sonreído, entre extraña y divertida al conocerme, ni me hubieras enseñado tu canción preferida y no la hubiéramos cantado por las calles de nuestros paseos crepusculares. Si, todavía entonces, yo no hubiera sentido la necesidad de volverte a ver y no hubiera cejado en mi aventurado propósito hasta hacerlo. Si no hubiese existido la decolorada fotografía del encuentro, que nos retrató adolescentes en ese misterioso puente de tu ciudad que, llegado hoy, no somos capaces de localizar. Si no te hubiera escrito aquellas nueve cartas que, enlazadas por una roseta, amarillean en tu pequeño cofre de recuerdos. Si tú no me hubieras contestado. Si, transcurridos los años, no hubiese dejado ya de respirar por mis heridas y no te hubiese buscado, tan sólo por saber de ti, tras tanta vida a las espaldas. Si no me hubiera yo empeñado. Si no te hubieses tú empeñado. Si no hubieras posado tu mano sobre mi mejilla, durante esos dos segundos de más que convirtieron el vuelo de tu caricia en una señal sabiamente deliberada. Si no hubiera existido un hoy en el que recorrer las distancias pretéritas. Si yo no hubiese vuelto a ver tus ríos y tu mar, ni tú mi mar y mis ríos. Si no se hubieran reencontrado al cabo nuestras miradas, entrelazado nuestros anhelos, sellado nuestros labios. Si ni la música de aquel joven Dassin, ni la de Rodrigo Leao, los Lighthouse o Jamiroquai. Si ni esta misma de Hisiashi, que escucho ahora mientras te escribo. Si ni las hojarascas pisadas, ni los árboles pelados del invierno. Si ni el verde, ni el frío, ni los lagos. Si ni las serenas ganas de querer y dejarse amar.
Si tú no hubieras existido. Si todo esto no hubiera jamás sucedido. Entonces...
Si tú no hubieras existido. Si todo esto no hubiera jamás sucedido. Entonces...