Hay silencio, sobre todo silencio. Y un sol tibio que me acaricia la cara y me lleva a entrecerrar los ojos según escribo. Esto es en octubre, en un octubre ya mediado y fresco, de manso viento norte. Esto es en la hora meridiana de un día de asueto; esto es en Laredo, donde estoy, el lugar al que indisociablemente están ligados los veranos de mi primera juventud. Cuando se es joven, se es para toda la vida... Bien dijo Picasso. Para mí, una cuestión de fondo y de forma, lo de ser joven, lo de estarlo; sobre todo, una cuestión de actitud. El modo en que..., esta es la clave. Por eso, ahora que inicio la década de los cincuenta, no me siento mayor; en realidad, no más de lo que soy.
Este sol y este paisaje me retrotraen a mí mismo en pretérito, con dieciséis, diecisiete años: tostado a rabiar, con un Levi’s ajustado a las piernas, cada año estrenado en un sagrado baño de mar que tenía algo de iniciática liturgia, las John Schmidt blancas, el imperecedero Lacoste. También aquellos eran tiempos de marcas y las marcas nos definían; es decir, nos limitaban. Luego las marcas pasaron a otro plano y fueron más entrañadas, más morales: de activismo y compromiso social, de rebeldía contra la mitología militar, contra aquel orden establecido... Lo justo, lo necesario.
Hoy, varios lustros después, mis marcas son otras. No es que uno esté de vuelta de nada (felizmente hago algunos caminos de ida), pero ese uno, más allá de su razonable coquetería, ya no se juega gran cosa por una apariencia, del mismo modo en que le ha perdido la fe a la universalmente joven idea de cambiar el mundo. Suficiente con que el mundo no le cambie a uno. Y es que sucede que ese uno que soy ahora se integra sencillamente porque es, no porque lleva o tiene o ha hecho o predica; y ya está. Se es joven en este momento de otro modo: más sereno, más entero, menos vistoso... y más mayor. Uno explora sensorial e intuitivamente la vida, procura abrirse a la contemplación y camina pertrechado de un ramillete de principios y de convicciones que le dan un cierto aire anacrónico y atemporal. Uno, o sea yo, deseando vivir el momento, el aquí y ahora, y apurarlo en su plenitud... Tal y como apuro este mismo instante que pretendo perdurar en el papel, en esta terraza al sol de octubre que me frunce ligeramente el ceño y entrecierra los ojos de tanta luz, mientras a mi alrededor hay silencio, sobre todo mucho silencio.
Y lo intento disfrutar como si fuera el último. El último sol, el último octubre, el último paisaje... Como si fuera el último silencio.
Hoy, varios lustros después, mis marcas son otras. No es que uno esté de vuelta de nada (felizmente hago algunos caminos de ida), pero ese uno, más allá de su razonable coquetería, ya no se juega gran cosa por una apariencia, del mismo modo en que le ha perdido la fe a la universalmente joven idea de cambiar el mundo. Suficiente con que el mundo no le cambie a uno. Y es que sucede que ese uno que soy ahora se integra sencillamente porque es, no porque lleva o tiene o ha hecho o predica; y ya está. Se es joven en este momento de otro modo: más sereno, más entero, menos vistoso... y más mayor. Uno explora sensorial e intuitivamente la vida, procura abrirse a la contemplación y camina pertrechado de un ramillete de principios y de convicciones que le dan un cierto aire anacrónico y atemporal. Uno, o sea yo, deseando vivir el momento, el aquí y ahora, y apurarlo en su plenitud... Tal y como apuro este mismo instante que pretendo perdurar en el papel, en esta terraza al sol de octubre que me frunce ligeramente el ceño y entrecierra los ojos de tanta luz, mientras a mi alrededor hay silencio, sobre todo mucho silencio.
Y lo intento disfrutar como si fuera el último. El último sol, el último octubre, el último paisaje... Como si fuera el último silencio.